El cuervo blanco.

Amelia apuraba el paso camino a casa con la mirada clavada en el suelo como si, al caminar como si no los viera, los cuervos blancos que sobrevolaban la calle tampoco pudieran verla a ella.

Ramón, que como cada mañana desde que se había jubilado disfrutaba de un café mientras leía el periódico y fumaba un purito en el bar de la esquina de su casa, vio pasar a Amelia… Puso los ojos en blanco y recordó que había llegado octubre con sus zombis, sus vampiros y sus cuervos blancos; le esperaban días largos, y noches más largas si cabe, con su supersticiosa esposa; lamentó haber retrasado tanto su viaje al pueblo para visitar a sus muertos, allí Amelia estaba más tranquila, como si la condición de pueblo remoto convirtiera al suyo en un lugar seguro; pero ya era tarde, los cuervos blancos ya volaban y Amelia se había convertido un manojo de nervios e ideas inconcebibles.

¿Pero qué le pasa a su señora?– Le preguntó el camarero, un hombre también entrado ya en años, Ramón sonrió con resignación y esquivó la pregunta respondiendo con un escueto –poca cosa-; puede que lo que le pasara a Amelia fuera poca cosa o, por ser más exactos, cosa suya… pero lo que iba a tener que soportar él hasta que llegara noviembre y los muertos descansaran de nuevo en paz era más bien cosa intensa y a veces incluso insufrible. Retrasó su regreso a casa tanto como pudo, paseó calle arriba y calle abajo mirando a los cuervos blancos y debatiéndose entre la incomprensión del ansia que despertaban en su mujer y cierta rabia contenida contra aquellos pájaros que, de haberse quedado en su nido, no le supondrían a él (ni a ella) problema alguno. Pero cuando en el reloj de la plaza estaban a punto de sonar las dos, ya no pudo dilatar más su vuelta a casa…

Entró haciendo ruido con las llaves y saludando con fingida alegría en su voz, Amelia no respondió y Ramón supo entonces que aquello de retrasar su regreso aquella mañana no había hecho más que empeorar las cosas; tuvo que aguantar una perorata acerca de lo muy preocupada que había estado ella esperándolo, temiendo lo peor ahora que la ciudad había vuelto a llenarse de cuervos blancos; casi se le atraganta la sopa de ajo disculpándose por nada mientras Amelia, que apenas había probado bocado, se alteraba más y más…

Cuando el hambre pudo en ella más que sus temerosas a la par que temibles ideas y ocupó su boca en dar buena cuenta de su plato de sopa y su trozo de carne, Ramón trató de sentar un poco de cordura a la mesa; llevaba 40 años casado con aquella mujer y no podía creer que no lograse convencerla, a aquellas alturas de su vida juntos, de que unos cuervos blancos de papel no suponían peligro alguno ni aunque estuviésemos en Halloween, en el Día de Muertos ni en el de Todos Los Santos.

Pero vamos a ver– decía Ramón con voz pausada pero resuelta- ¿a que te gustaban los cuervos de Juego de Tronos? Eh! ¡Anda que no te gustaba John Nieve! Y los cuervos mensajeros ¡si te recordaban el palomar del pueblo y las palomas del abuelo! ¿Desde cuando tienes tú problemas con los cuervos?

¡Desde que están muertos!– Gritó Amelia –¿o no los ves? ¡Son cuervos blancos! ¡Cuervos fantasmales! ¡Malignos sin duda! ¿Y qué hacen aquí? Eh? Eh? ¡En esta época del año además! ¡Y todos los años igual!

¿Cuervos fantasmales?– Repitió Ramón sin acabar de creer lo que estaba oyendo -¡serán de cuento porque son de papel!

De papel– murmuró Amelia mientras recogía la mesa –de papel tienes tú la cabeza ¡ahumada del purito ese que te fumas todos los días! Va a haber una desgracia, un día de estos va a haber una desgracia…

Pues claro que la habrá– le respondió Ramón –un día de estos y también un día de aquellos, todos los días pasan cosas, con y sin cuervos blancos ¡por amor de Dios!

¿Pero has visto como está el viejo Mercado? ¿Lo has visto como lo he visto yo o vas a decirme que estoy loca o senil?– A aquellas alturas de la conversación Ramón no entendía gran cosa; que a Amelia no le gustaban los cuervos blancos del festival lo sabía desde hacía años, pero ahora estaba demasiado alterada y hablando además del viejo Mercado que ni recordaba ya desde cuando no era Mercado… –Había mucha gente– respondió con cautela mientras oía cerrarse la puerta y Amelia servía un plato de sopa de ajo a su nieta, que acababa de llegar del instituto. –¡Ahí lo tienes! ¡Ramón por favor! ¡Que el Mercado no es Mercado desde hace años! Esa gente, esa gente… esos cuervos blancos… eso no es bien… eso no es bien…

¡Ah!– dijo su nieta sentándose a la mesa dispuesta a devorar su plato de comida –a mi tampoco me gustan, abuela, son raros ¿desde cuándo los cuervos son blancos eh!? Ya son ganas de gastar tinta pintando el cartel al revés… pero no te preocupes que en unos días se van, son migratorios y en nada cogen las de Villadiego y nos dejan tranquilos

Ramón miraba a su nieta un tanto sorprendido mientras Amelia sonreía ligeramente, se sentía no solo comprendida por ella sino también aliviada al saber que los cuervos blancos se marcharían pronto –debería haberlo recordado de otros años– dijo –¡estoy mayor ya, jovencita!– añadió más para sí misma que para su nieta.

Cuando terminó de comer, y mientras Amelia acababa de recoger la cocina, Ramón preparó café y acompañó a su nieta al salón, –¿a mi tampoco me gustan?– Dijo con tono socarrón, la joven rió… –es que ya me dijo mamá que a la abuela se le va un poco la pinza con los cuervos blancos así que es mejor seguirle el rollo

Ya veo, ya– murmuró Ramón con cierto alivio, al fin y al cabo Amelia se había calmado un poco. Entonces la joven sacó un libro de su mochila y se lo enseñó al abuelo –mira, ayer me firmó Manel Loureiro mi ejemplar de Apocalipsis Z-; al oír los pasos de Amelia por el pasillo Ramón cerró el libro a toda velocidad y la urgió a guardarlo inmediatamente –¡ya bastante tenemos con los cuervos para sacar ahora a los zombis a pasear!

Muy buena la sopa abuela, te sale siempre de escándalo y es perfecta para estos días eh!-

¿Lo dices por el frío?– Preguntó Amelia –todavía no hace demasiado

No, no– le aclaró su nieta sonriendo con cierta picardía –lo digo por los ajos…– A Ramón se le pusieron de nuevo los ojos en blanco, por segunda vez aquel día, no necesitaba mirar a su mujer para saber que comería sopa de ajo hasta que la alcaldesa tuviera a bien hacer emigrar a los cuervos blancos.

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El cuervo blanco que ilustra este cuento es el de Getafe Negro, el festival de novela negra (de misterio y ahora también fantástica) de esta localidad del sur de Madrid.



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