Culpa.
Érase una vez la historia de una reflexión de domingo y de un sentimiento que algunos llevan en el dedo índice de la mano derecha, la culpa.
¡La culpa! ¿de quién es la culpa? ¡mía jamás!… y allá que salen los deditos acusadores buscando una diana a la que encalomar la culpa librándose así de ella; así podía resumir sus pensamientos aquella luminosa, aunque fresca para ser de agosto, mañana de domingo. Pero, más allá de si la culpa era del mensajero, del cha cha chá, o del ‘mardito parné’, del político, del gestor, del ciudadano, de los jóvenes, los madrileños o de Maroto el de la moto… ¿de qué se hablaba cuando se buscaban culpables? ¡ay la manía de retorcer el lenguaje! pensó al preguntarse tal cosa.
Según la Real Academia Española de la lengua en su primera acepción la culpa es la imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta. Dicho de modo claro y directo con el dedito acusador directo a su diana: Tú tienes la culpa de lo sucedido. La pregunta que surge entonces es ¿qué ha sucedido? ¿de qué queremos culpar a quién? porque si la pregunta es quién ha parido al coronavirus habrá que mirar a China, por el contrario si es ¿cómo ha llegado esto aquí y cómo se ha propagado? tocará preguntar, sino señalar, al centro de control de epidemias en España y si la pregunta es ¿por qué me ha tocado a mi? entonces habrá que pensar qué hemos hecho o qué ha hecho quien nos haya contagiado… ¡qué de culpas tan diferentes! (caso de que haya alguna…).
Decía la RAE en su segunda acepción que la culpa es el hecho de ser causante de algo. Hecho que puede ser incluso fortuito, sería algo así como la cosecha arruinó la lluvia. Aquí la cosa se simplifica hasta el punto de que no hay culpa que echar ni culpable que buscar, decir que la culpa es del neoliberalismo es como decir que la lluvia arruinó la cosecha… (lo de que el virus venga de una zona del mundo de órbita comunista lo dejamos para los columnistas políticos…).
La cosa se ponía interesante al llegar a la tercera acepción que la RAE exponía para la palabra culpa y, para degustarla, se preparó un café largo e intenso con un toque de canela: la culpa es la omisión de la diligencia exigible a alguien, que implica que el hecho injusto o dañoso resultante motive su responsabilidad civil o penal. Y aquí no vale saltarse la ‘diligencia exigible’ para centrarse solo en el ‘hecho injusto o dañoso’, como la casa se empieza por los cimientos la culpa nace del incumplimiento de su responsabilidad por parte de aquel a quien cabe exigirle diligencia…
Y no acababa ahí la cosa, la RAE daba una cuarta acepción: la culpa es la acción u omisión que provoca un sentimiento de responsabilidad por un daño causado, dicho de modo sencillo: la culpa es de quien se siente culpable, es decir, la culpa es un sentimiento que, dicho así puede significar que los empáticos son siempre culpables de algo (son incluso capaces de sentirse culpables de asuntos totalmente ajenos a su persona…) mientras los egocéntricos y los egoístas no lo serán jamás pues nunca sentirán sentimiento de culpa… (¡buenos son ellos para ponerse en el lugar de los demás!).
Pero ese pensamiento no fue el que ahondó más en su cabeza sino una pregunta mucho más simple y sencilla: ¿qué carajo hacemos hablando de sentimientos ante una situación de crisis sanitaria y económica como no hemos vivido nunca antes? ¿qué hacemos jugando a sacar el dedito acusador a pasear en lugar tratar de organizarnos para convivir con el virus sin que nos mate ni nos arruine?.
Tiró el tablet con desgana sobre el sofá y se acercó a la ventana con su café en la mano, dio un trago largo y se decidió a salir a la calle a que le diese el aire antes de que apretara el calor de agosto porque, a la vista de las últimas noticias, lo que se preguntaba no era ya qué iban a hacer los políticos (que estaban, como siempre, a la suya…) sino qué iban a hacer los ciudadanos, qué iba a hacer ella.