CUENTO DE NAVIDAD ¡Vive!
Vive mientras puedas y cuanto puedas, vive por ti y por los que ya no viven. Haz de la nostalgia un bello recuerdo más que un trago amargo. Y vive.
Sonaron unos tenues golpes pero no le dio tiempo a responder su clásico quién vive, la puerta se abrió de golpe y de repente una legión de pequeños locos bajitos entró haciendo sonar panderetas y matasuegras. En realidad no eran una legión, eran tres, sus tres bisnietos pero eran tan revoltosos que parecían todo un ejército; su nieta le sonrió desde la puerta –98 navidades, abuela– le dijo, a lo que la anciana respondió –por supuesto, y pienso celebrar al menos la número 100, ya te lo he dicho muchas veces-. Su nieta sonrió, cogió la pequeña maleta que la anciana había preparado y se marcharon a casa para celebrar las que eran, para aquella mujer tan vieja, las fechas más bellas del año.
Oía un poco menos que otros años y sin duda menos de lo que oiría de entonces en adelante pero se había negado a aislarse del mundo, se ayudaba de un audífono y había aprendido a leer no solo los labios sino también los ojos, las expresiones de quien hablaba y por eso no necesitó que pasara mucho tiempo del fin de semana de Nochebuena y Navidad para descubrir la cara de vinagre de su hija que expresaba siempre, incluso cuando no hablaba, que cualquier tiempo pasado había sido mejor… algo que a la anciana le resultaba extraño porque lo cierto es que aquella amargura siempre había dominado el rostro de su hija, incluso cuando no tenía tiempo pasado con el que comparar, desde niña.
Tal vez fuera la depresión de la matriarca, que era su hija, ella era ya sólo la emérita, lo que marcaba el tono de la celebración entera, un tono que ni tan siquiera los pequeños revoltosos lograban amenizar; trató de no pensar en ello, habló con sus nietos acerca de sus vidas y sus trabajos y aunque oyó la mitad de lo que le dijeron y entendió sólo una parte de lo que logró oir, se mostró orgullosa de ellos, feliz de verlos, de escucharlos… jugó un rato con sus bisnietos e incluso hizo sonar su propio matasuegras, para espanto de su hija, disfrutó de la cena y del turrón, también brindó con una copita de sidra achampanada y trató de echar al saco roto de los recuerdos tristes los retazos de las conversaciones que no podía evitar oir.
Hablaban de su marido, muerto tanto tiempo atrás que no recordaba ya cuántos años hacía que dormía sola, de la mayor y del menor de sus nietos, ausentes también, ella a cuenta de un cáncer, él de un accidente de moto y para cuando oyó a su hija, hablar como la mayor mártir que en el mundo ha sido no pudo evitar gritarle –¡vive! Vive o al menos deja vivir-.
El silencio fue absoluto. En los 98 años que contaba, muchos más que cualquiera de los que se sentaban a la mesa aquella noche, jamás había levantado la voz de aquel modo, menos que a nadie a su hija; siempre le había podido la pena, la pena por la niña que había perdido a su padre demasiado pronto, la pena por la madre que había enterrado a dos hijos e incluso la pena por la mujer que tenía un mueble de salón por marido, aunque esa pena era menos, al fin y al cabo a él lo había elegido ella y ahí estaba, con su copa de brandy, en el sillón orejero, como si fuera parte de la decoración…
A punto estuvo la emérita de disculparse pero no lo hizo porque se dio cuenta de que aquel grito a modo de consejo tenía que haberlo hecho mucho tiempo atrás: miró a su hija sabiendo que nada de lo que dijera haría mella en su modo de ver y temer el mundo pero lo hizo con la intención de la que oyeran sus nietos e incluso sus bisnietos: –la pena es siempre del que se va que es el que lo pierde todo porque cuando pierdes la vida lo pierdes todo… los que quedan sufren, sí, un tiempo, duelo se llama y si llevas el dolor más allá de él es sólo porque no vives, porque te quedas anclada en un tiempo ya pasado, porque no avanzas… y no tienes perdón, quien no vive teniendo todavía vida por delante no tiene perdón, menos perdón aún si además tampoco deja vivir a quienes lo rodean-.
Su hija se levantó profundamente ofendida –¿pretendes que no recuerde a mis hijos muertos?– le espetó rompiendo ya del todo la poca armonía que quedaba en aquella mesa -no- respondió –más bien al contrario, pretendo que los recuerdes tú que todavía puedes porque tienes vida y pretendo que brindes por ellos con sus hermanos y disfrutes de ellos que están vivos y pretendo que les dejes vivir y disfrutar de su vida a ellos que tienen todavía vida…–
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Nacemos solos y morimos solos. La vida es un acto esencialmente individual que cada cual comparte cómo, con quién y cuánto quiere. Vida no hay más que una y vivirla es más que un derecho, es una obligación hacerlo… aunque sólo sea en recuerdo de los que no pudieron completar la suya; ¿qué no darían ellos por un poco más de vida, de esa vida que nosotros todavía gozamos? Pues eso ¡a gozar la vida!
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En memoria de Lolita, mi abuela, una mujer que sufrió la muerte de un yerno que dejaba mujer (su hija) e hijos pequeños, la muerte de una nuera que dejaba marido (su hijo) e hijos pequeños, que enterró a sus padres, a un hermano… a la que la salud le fue menguando las fuerzas y la vida y a la que nunca, jamás, le faltó una sonrisa en Navidad porque ella siempre la llevaba puesta. Porque ella amaba la vida y vivía.
-¿Cómo lo haces?- recuerdo que le pregunté una vez, respondió que sólo se trata de echarse a la espalda lo que no podemos evitar, no dedicarle tiempo ni atención y ocupar ese tiempo y esa atención en las cosas que podemos cambiar, sobre las que podemos influir. A eso le llamó vivir…