Cruz.

Érase una vez la historia de la cruz de los tiempos modernos, la censura y la libertad sometida.

Eran las 3 de la tarde y su suerte culinaria la animaba a nominarse para abandonar la cocina por siempre jamás: había derramado parte de la leche al servirse el desayuno y quemado las tostadas, se había raspado un dedo al rayar el tomate y se había quemado al primer trago de café; tras un descanso mañanero había vuelto al lío culinario para preparar la comida y se le había pegado la tortilla de calabacín… ¡ay qué cruz!. No se atrevía ni a prepararse un café de sobremesa y lo de irse a tomarlo al bar tampoco era lo que había sido siempre, a pesar de todo se plantó su mascarilla y bajó a la calle, pidió su café para llevar y dejó que el frío le despejara las ideas de camino a casa.

Para cuando la llamaron para adelantarle la entrega de su artículo semanal sólo pudo reir, me siento ya 100% madrileña, dijo, cuando me asola una pandemia me cae una nevada o me acosan temperaturas polares, me explota una caldera o ve visitan vientos huracanados ¿adelantar la entrega? ¡eso es una menundencia!.

Claro que no era tal menudencia, el artículo estaba a medio escribir y sin repasar… pero ¿qué importaba ya? no estaba para más artesanías y se sentó frente al ordenador a trabajar, eso sí, con el bolígrafo y la libreta a un lado, no le extrañaría en absoluto que saltaran los plomos o su ordenador hiciera algo así como una huelga tecnológica.

Rebuscando entre la documentación que manejaba para su artículo vio de nuevo la imagen de la cruz tumbada en el suelo y algo la incomodó ¿a santo de qué? pensó, al fin y al cabo la poca fe que le quedaba se había ido evaporando en los últimos años sin dejar tras de sí más que un halo de incienso e historia que era tan parte de sí misma como las iglesias que le gustaba visitar para admirar su arquitectura, claro que no era una cuestión de la fe propia sino de la ajena, de lo que esa cruz significaba para tantos y del desprecio que quienes la tumbaban demostraban no a la fe ni a la iglesia sino a sus vecinos, a sus compañeros de vida.

Volvió a darse de bruces con la misma realidad de siempre, con esa testaruda certeza con la que se topaba a la vuelta de cada esquina: cuando gritas en defensa de tu libertad tumbando la libertad ajena, sin respetar la libertad de los otros, no estás pidiendo libertad, estás sentando las bases de tu dictadura particular. Se levantó y se acercó a la ventana porque la incomodidad se le hacía por momentos irrespirable, ¿acaso no se dan cuenta? pensó para si… ¿acaso no se dan cuenta de que cuando defienden siempre y sin fisuras lo que dice el mismo tipo o tipa no están pensando por si mismos sino dejando que el tipo o tipa piensen por ellos? ¿no se dan cuenta de que en ese momento ya no son libres aunque griten libertad en siete idiomas?.

Se sentó de nuevo frente a su ordenador, no sin antes apurar el café ya frío, y se dispuso a terminar su artículo, al fin y al cabo de lo que ella escribía era de literatura… claro que estaba escribiendo del Peregrino y la Serpiente, víctimas ambos de su mundo y de sí mismos, de su defensa de la libertad y de la censura… sonrió recordando a Byron y le cedió a él el final de su artículo: Aunque me quede solo, no cambiaría mis libres pensamientos por un trono.



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