Convulsión.

Érase una vez un mundo convulso... o la historia de una convulsión anunciada.

Hacía un frío de mil demonios. Ni el abrigo largo y abrigado, ni las botas hasta la rodilla, ni los calcetines térmicos, ni las siete capas de camisetas bajo un jersey de lana lograban protegerla del aire gélido que corría por las calles. ¡Lo que hubiera dado por un café caliente y un momento de descanso!. Pero no era posible. Los bares ya estaban cerrados y a ella se le acababa el tiempo para llegar a casa a la hora prevista y permitida, un minuto antes del toque de queda. Al mirar el reloj y constatar que no tenía tiempo más que para recorrer la distancia que todavía la separaba de su apartamento una ola de incomprensión e indignación la recorrió por dentro ayudándole a soportar el frío y acelerar el paso.

A las 12 en casa. De repente se sentía como una adolescente solo que esta vez no sería su madre quien la esperaría con cara de ‘no vuelves a salir de casa hasta que los sapos bailen flamenco‘ sino que podía ser un amable policía cazando malos. Y el malo sería ella por saltarse el toque de queda… ¿se había vuelto loco el mundo?. Loco no. No del todo, al menos. Pero estaba convulso. O peor, al borde de una convulsión mayor.

Cuando cerró la puerta de su apartamento faltaban 5 minutos para las 12, ya podía convertirse de nuevo en Cenicienta… y lo hizo jurando en arameo porque había olvidado programar la calefacción así que en su apartamento hacía casi tanto frío como en la calle. Decidió darse un baño bien caliente mientras la calefacción recuperaba el tiempo y la temperatura perdidos y, mientras la bañera se llenaba de agua caliente, se preparó un té. Necesitaba sacarse el frío de la piel y del alma.

Para cuando salió del baño el apartamento era ya un lugar confortable y apacible, se abrigó para asegurarse de que el placentero calor del que se había llenado no la abandonaba y dedicó un rato a ver las noticias del día; revisó un periódico, y otro, y otro más… leyó a sus columnistas de cabecera y descubrió un denominador común: no importaba qué periódico leyese ni a qué columnista dedicara unos minutos de su tiempo, al final llegaba siempre a la misma conclusión: muy convulso todo.

¿Qué había sido del equilibrio y la armonía? las notas discordantes no eran una novedad, que todo fuesen notas discordantes sí lo era, claro que eso no era lo más preocupante, lo convulso era lo que le generaba gran inquietud porque las convulsiones apenas si advierten de su llegada, ponen el mundo del revés, duran lo que Dios les da a entender que puede ser poco tiempo o una vida entera y tras ellas solo queda una quietud extraña y revuelta, un mundo puesto del revés que ha de levantarse de nuevo a sí mismo en un momento en el que difícilmente entiende lo que ha pasado.

¿Qué hacer? evitar la convulsión. Siempre. ¿Es posible?. No. Probable a lo sumo. Claro que lo hercúleo del objetivo no puede ser excusa para rendirse de antemano. Y por eso el epiléptico prueba uno y mil tratamientos para reducir sus convulsiones a la mínima expresión. Y por eso el diabético vigila con celo sus niveles de glucosa, para evitar la hipoglucemia y sus convulsas consecuencias. Y por eso los padres tratan de evitar el catarro, la gripe o lo que fuera o fuese que llegue con calores enfermizos y quien sabe si con convulsiones febriles. Y por eso el mundo se amarra al orden y la ley esperando que amaine el temporal, tratando de evitar que todo eso que está convulso, al borde de la convulsión, estalle y nos devuelva a tiempos oscuros y terribles que nunca vivimos… ni queremos vivir.



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