Callar.

Érase una vez la historia de una mujer que no quería mandar ni que le mandaran, mucho menos que le mandaran callar, sólo quería ser libre.

La fiebre, el calor a ratos y el frío a momentos, el dolor de garganta y de la cabeza completa, los músculos encogidos, la vista nublada y la terrible tormenta que había aliñado la noche le habían impedido dormir lo mínimo necesario para ser una persona entera al amanecer, por suerte era domingo y no tenía más compromiso en su agenda que dedicar el día a desahuciar de su cuerpo tanto malestar.

Era temprano, muy temprano, más para ser domingo así que trasladó su cuerpo, con dificultad, arrastrando los pies y tirando con ellos del cuerpo entero, al sofá; cerró los ojos un instante dándose unos segundos para elegir: película, libro, noticias, música… ganó la película.

Acurrucada en el sofá, envuelta en una cálida manta y con un chocolate caliente al alcance de sus manos, sonrió con cierta pillería porque se sentía como si le estuviese haciendo un corte de mangas a la vida –¿qué tratas de tumbarme?- se decía -pues me tumbo yo, a mi aire y por placer, y me doy el gusto de ver amanecer el domingo con Kenneth Branagh-.

‘El deber de mi prima es hacer una reverencia y decir -como gustéis, padre- pero sobre todo, prima, si no os gusta, haced otra reverencia y decid -como yo guste, padre-‘

Ese momento de la película, esa frase en concreto, lo resumía todo, recogía, a su parecer, la historia de las mujeres y eso siendo una frase escrita cuando las guerras se hacían con lanza, en tiempos de Shakespeare. ¿Qué pasaba por la cabeza de un ser humano para pensar que puede mandar a otro? de ahí las guerras, claro, incluso la guerra de los sexos… y la que no lo era.

Era de justicia reconocer, eso sí, que Shakespeare había sido una excepción a su tiempo, una época en la que las mujeres hacían sólo la primera reverencia y aceptaban el destino que les era impuesto, el ilustre británico había sido de los pocos que lograra en su época dibujar con palabras y personajes el alma individual, independiente y única de las mujeres.

Ahora no cabían las reverencias, pensó, ni la primera ni la segunda, no cabía ya pedir perdón, paso ni permiso, ahora se pasaba, sin más. Aunque no siempre. No todas. No en todos los lugares…Terminada la película y abrazado amorosamente Kenneth a Emma aun a pesar de los sutiles, o no tan sutiles, dardos envenenados que se habían lanzado durante toda la película, echó mano del ipad para ver qué tal iba girando el mundo.

El Día Internacional de la Mujer seguía protagonizando titulares, le impactaron especialmente las imágenes de mujeres cubiertas de pies a cabeza, casi siempre de negro, gritando por su libertad, mujeres obligadas a ver el mundo tras el cristal, mujeres que asistían a escuelas sólo para mujeres si es que asistían a alguna, mujeres que gritaban por su libertad y por la de las mujeres que no tenían ni tan siquiera voz para gritar… y es que por anacrónico e indignante que resultara la prohibición de actividades comunes como conducir o estudiar, parecía una anécdota frente a aberraciones como la ablación o la lapidación, ‘costumbres’ todavía existentes en algunos rincones terribles (y temibles) del mundo.

Era descorazonador pensar en cuanto quedaba por lograr a pesar de tanto como se había logrado.

Más fotos, más titulares… y la repugnante sensación de que a nadie le ocupaba, mucho menos le preocupaba, la situación real de las mujeres, los problemas reales de las mujeres, que la lucha de tantas se había convertido en una carrera más para ver quién portaba su bandera y quién se quedaba con su voz y sus votos. –Con la mía no– pensó.

Echó un vistazo más a las fotografías, especialmente a las de las mujeres con la cabeza obligatoriamente cubierta, pensó que entre ellas habría más de una Clara Campoamor dispuesta a defender su derechos a ser libres e iguales a cualquier otro ser humano, pensó que habría también alguna Victoria Kent dispuesta a negar alguno de esos derechos en pro de otros intereses, pensó que habría hombres mirándolas, algunos aplaudiéndolas, apoyándolas, viendo en ellas a sus madres, a sus hijas, a sus compañeras… y otros dispuestos a lapidarlas… y recordó de nuevo a Shakespeare.

Se levantó sientiendo un cansancio intenso por la mala noche y el mal cuerpo pero sobre todo porque estaba cansada (¡harta!) de que el mundo le dijera lo que debía hacer, ser y pensar, de que hubiera alguien, hombre o mujer, en cualquier rincón dispuesto a mandarle callar simplemente por pensar distinto, dispuesto a negarle el derecho a hacer, ser y pensar lo que se le pusiera en las ganas. Porque para mandarse, se bastaba ella, incluso se sobraba a ratos.

A pesar del cuerpo de escándalo que tenía aquel domingo, decidió darse el gusto de negarse al negro me too y de seguir el consejo de Clara Campoamor, se plantó sus tacones naranjas (un capricho de principio de temporada de Pura López) y, después de mejorar en lo posible su mala cara con un toque de maquillaje y de anudarse bien la gabardina sobre unos jeans y un jersey de lana, se miró al espejo, hizo una reverencia y dijo: ‘como yo guste, mundo’. Y se fue a desayunar al café de siempre.



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