Bomba.
Esta es la historia de algunas bombas que, al estallar, cambiaron la vida de la gente, cambiaron a la gente misma.
Había estallado la paz pero el eco del sonido de las bombas seguía retumbando en las calles del pueblo y en las cabezas de sus gentes; caminaban como quien vive con la nube de polvo y desconcierto que sucede a la explosión envolviendo sus pensamientos, ahora ya no tenían miedo, tampoco fuerzas ni ilusión alguna, no sentían nada… solo hambre y el sonido de la bomba grabado a fuego en sus recuerdos porque tras la explosión no quedó nadie, no quedó nada, ni tan siquiera ellos, los supervivientes.
Con el paso del tiempo y la vida el eco de las bombas se fue apagando, los edificios derruídos se fueron reconstruyendo y la gente aprendió a pintarse una sonrisa en la cara como si sintiera algo más que nada; nada era cierto ni tampoco mentira, solo llenaban el vacío de su vida, el inmenso agujero negro que la bomba había abierto en su interior, con lo que tenían a mano, con lo que los otros esperaban, con algo, lo que quiera que fuera o fuese algo.
Y así se pasaban los años, así el niño descalzo y con el pantalón roto que lleno de polvo y de nada había vuelto al pueblo días después de la explosión se había convertido en un joven guapo y vacío, en un hombre tranquilo y apático, en un anciano de mirada serena y hueca… salvo cuando oía a sus nietos reir a carcajada limpia y gritar –¡es la bomba!-; entonces sentía un terrible escalofrío recorriendo su espalda, entonces la nada que había quedado de su vida tras la bomba volvía a abrir el agujero negro de su alma que había tratado de rellenar a lo largo y ancho de toda su vida, entonces miraba a sus nietos y pensaba –¡insensatos!-.
La bomba se había llevado a sus padres y a su hermano, había destruido su casa y su alegría, lo había dejado con los años que caben en una mano y ruido eterno de la explosión, era el fin del mundo, un fin del mundo al que, decían, había sobrevivido de milagro pero el día de los entierros, cuando el cura hablaba del funeral de cuerpo presente era él quien se sentía solo de cuerpo presente, su alma se había ido con sus muertos.
Había tratado de resucitar su alma llenando que agujero negro que le había quedado en su lugar, se sentía sereno porque había logrado ser un buen hombre y un buen padre, porque había logrado acallar los fantasmas que despertaban su odio, su rabia y su ira y había, en cierto modo, amado. Pero había una palabra que no soportaba, era la palabra maldita que habría su particular caja de los truenos. Bomba.
Pero un día su hija llegó a casa llevando de la mano al menor de sus nietos. Se llamaba Rodrigo, como él, y le dijo nada más verlo –¡ya tengo la bomba abuelo!-. El anciano miró al rostro sonriente de su hija y supo que no solo había logrado guardar para sí el vacío que sentía, también su pavor por las bombas. Se mareó ligeramente y se acomodó en su sillón orejero esperando que alguien le explicara aquellas sonrisas, aquella bomba… porque él sólo había conocido dos bombas y ambas le habían borrado la sonrisa: la que se lo había robado todo y la que había lanzado el médico de la familia sobre ellos unos meses antes al desvelar el diagnóstico del más pequeño de sus nietos. Era diabético.
El pequeño se acercó al abuelo, se levantó el jersey y le enseñó un pequeño aparato que llevaba engachado al cinturón y unido a su cuerpo por un pequeño cateter; –¿ves abuelo?– le dijo –ya es como si no tuviera diabetes, esta cosa hace como si fuera el pancreas ese que se me ha roto y ya no tengo que estar pinchándome todo el rato ni nada ¡es la bomba!-. Su abuelo lo miraba perplejo –es la bomba, sí– apostilló su hija –la bomba de insulina pero Rodri, cariño, recuerda lo que te ha dicho Pilar: la bomba es obediente, no inteligente-. El pequeño se bajó el jersey sonriendo y respondió a su madre –ya, ya lo sé pero no importa, seguro que pronto hacen una smart bomba como los smart phones y si no la hacen la haré yo cuando sea mayor y ya está-.
Rodrigo vio a su nieto salir corriendo del salón para irse a jugar con sus amigos, feliz como hacía mucho tiempo que no lo veía, miró a su hija y vio emoción y esperanza en sus ojos como no había visto desde hacía años y por primera vez en su vida comprendió y sintió que las bombas podían ser para bien. Derramó una lágrima que su hija secó con un beso confortándolo también con un abrazo –estará bien– le dijo –verás que sí, estará bien-.