Autónomo.
Érase una vez la historia de una aventura perfectamente planficada a la que la vida le reservaba algunas curvas y sorpresas.
Se aseguró de llevar todo lo necesario y sólo lo necesario, colocó su maletín cerca, al alcance de su mano y sonrió al pensar que aquella noche no iba a conducir, tampoco a viajar en un anticuado tren-hotel, ni mucho menos a hacerlo en un autobús que cifraba la comodidad en lo amplio de los asientos como si el cuerpo no se quedara en forma de cuatro sólo porque corriese el aire entre su cuerpo y el de su vecino de asiento; y no, tampoco iba a decirle nadie que apagara todos sus dispositivos electrónicos, pensó mirando de reojo su maletín, porque aquella noche viajaría como nunca, estrenaría por fin el coche autónomo.
Lo de la independencia era para ella una forma de vida, detestaba los líos del tipo yo te llevo al aeropuerto, yo te recojo casi tanto como los inmensos jaleos que se montaban a la hora de coger un taxi, un shuttle, un autobús o incluso el metro; detestaba perder tiempo y adoraba sentirse libre así que, tras planificar su ruta y cruzar los dedos para que todo fuera bien, se tumbó y se arropó entre risas, viajaría durmiendo y leyendo a ratos, con su teléfono tan a mano y tan encendido como su tablet y lo haría carretera adelante, sin conductos y casi sin miedo. Casi.
Ese casi era lo que la había decidido a viajar de noche, menos tráfico, más discreción, menos miedo, además así llegaría a primera hora con tiempo de darse una ducha y tomarse un café antes de la reunión; sólo tenía una duda ¿sería capaz de dormirse en un vehículo así en semejantes circunstancias? ¿a 100 por la autovía y sin conductor? tenía serias dudas pero si había podido cruzar de La Habana a Cancún en un turbo-hélice llamado ‘aerogaviota’ ¿porqué no viajar de Madrid a Barcelona en un coche autónomo?.
Eran casi las 11 de la mañana cuando entró en la sala de reuniones, su compañero, que llevaba una hora esperándola, la escrutó con la mirada y no se atrevió a preguntar nada, vio un rostro cansado, unas ojeras mal disimuladas y mucha rabia contenida, tanta que prefirió ahorrarse incluso los buenos días, llegaban justo a tiempo a la reunión.
Terminaron al filo de las dos de la tarde y se fueron directos a comer, antes de que él dijese media palabra, ella le espetó: mira, las cosas no siempre son como parecen ni como se planifican, no importa lo bien que grabes la ruta ni lo modernos que sean los mapas del GPS si algún político aburrido ha decidido cerrar un desvío la tarde antes, no importa que quieras dormirte si tu cerebro quiere mantenerse despierto ni importa que quieras leer si tus ojos dicen que hasta aquí; el coche bien, gracias; y eso es todo lo que tengo que decir de mi viaje, punto. Él la miró de ese modo que tanto detestaba, con esa superioridad de quien vaticinó el desastre justo antes de que ocurriera –¿que la vida no es controlable ni planificable? ¿que hay curvas donde no debían estar? ¿que todo es jodidamente impredecible a veces? querida… se interrumpió sólo unos segundos, los justos para mirar la pantalla de su móvil, comprobar gracias a la medición continua que sus niveles de glucosa se estaban yendo al suelo y beberse media Coca Cola sin dudar… ¿me lo cuentas o me lo dices?.
La autonomía no es el paraíso que nos prometieron cuando éramos niños ¿verdad?, dijo ella, ¿quieres decir que ser autónomo es una mierda? preguntó él con ironía y ambos rieron mientras caminaban hacia su mesa que, al fin, estaba ya preparada. Ninguno de los dos se percató de la media sonrisa que les dedicó el hombre que comía junto a ellos en la barra –lo es, lo es– pensó el hombre para sí al escucharlos –pero algunos no tenemos alma ni cuerpo para ser otra cosa, algunos tenemos el vicio de la libertad...-.