Albedrío.

Érase una vez la historia de una mujer empeñada en hacer uso de su libre albedrío más allá de cualquier dictado de la sociedad... e incluso de la razón.

Hacía tiempo que se había reconciliado con su manía de vivir con las maletas en la puerta, había dejado de recriminarse sus huidas hacia delante y comprendido que no eran en realidad tal cosa, tan solo el modo más seguro que desembarazarse de etiquetas fuera de razón y lugar, de esperanzas ajenas a ella y de responsabilidades que no eran suyas; hacía mucho tiempo que sabía que su deseo de viajar y sus escapadas continuas y constantes eran su garantía de libertad, su único billete hacia su independencia, el único modo de preservar su libre albedrío sin tener que pagar por ello insoportables facturas.

Sabía que había llegado el momento de escaparse de su mundo al menos por unos días, lo sabía por la indignación que sentía en la boca del estómago cada vez que escuchaba discursos en los que se le explicaba lo que debía pensar, o peor, lo que debía sentir por el mero hecho de ser mujer… Aquel tipo de arengas la trasladaban de modo casi inmediato a su adolescencia y a frases del tipo ‘no es propio de una chica‘… no acababa de entender el mecanismo por el cual la opinión pública (fuera aquello lo que fuera) pensaba en el pasado y seguía pensando en el presente que el pensamiento de las mujeres necesitaba ser orientado de algún modo cuando no dirigido y detestaba más si cabe la idea de que el hecho de ser mujer fuera un hecho diferencial por encima de cualquier otro, algo que de algún modo marcara su existencia más allá de la biología; no, no iba a votar como una mujer, no salía a la calle como una mujer, no trabajaba como una mujer, no vestía como una mujer, no leía lo que debía por ser mujer… hacía todo eso, y muchas más cosas, como una persona libre, como un individuo (o individua, que diría alguna mente iluminada…). Y no es que renegara del hecho de ser mujer, era sólo que eso era un asunto biológico, algo en lo que ella no había tenido arte ni parte, había nacido mujer como podía haber nacido hombre, en cambio todo lo que hacía y dejaba de hacer a lo largo y ancho de su vida, eso sí eran hechos diferenciales, al menos, para sí misma y, con un poco de suerte, para las gentes más cercanas a su vida. Y no, no sería ella quien alimentara el discurso del miedo que había tenido que escuchar en su casa desde que tenía uso de razón… ¡el peligro está ahí fuera!¡y la vida!, gritaba su voz interior ¡y la vida también!.

Tendía a respetar todas las opiniones, incluso las que no alcanzaba a entender por más vueltas que les diera, era muy de pensar que siempre era mejor evitar un juicio severo sobre el resto del mundo ¿quién sabe los pecados propios o ajenos que arrastra cada quien en su alma para juzgar en modo alguno sus opiniones o acciones?. Pero la paz que le provocaba ese modo de respetar a los demás se rompía y la arrasaba por dentro en una suerte de guerra terrible (no existen de otro tipo) cuando sentía las miradas inquisitivas sobre su espalda, miradas que primero disparaban y a veces ni tan siquiera llegaban a preguntar después, esa intromisión en su modo de ver y sentir el mundo lo sentía como una violación de su persona, una violación que hacía mucho tiempo había decidio no consentir jamás; jamás volvería a permitir que nadie la juzgara desde la idea de estar en posesión de la verdad, la razón y lo correcto, dando por hecho y sentado que, dado que ella no comulgaba con aquella supuesta verdad, razón y corrección, no sólo estaba errada sino que merecía algún tipo de recriminación ¡faltaría más!.

Recordaba su infancia en un pueblo pequeño en el que no ser de misa de domingo, de lazo en las coletas, calcetines blancos y zapatos limpios en las fiestas de guardar era motivo de crítica, no acababa de entender como quienes pataleaban contra aquel modo de organizarnos como un rebaño trataban de hacer ahora lo mismo, alrededor de otras ideas y otros líderes pero, al fin y al cabo, bajo una misma batuta… ¿dónde había quedado la defensa de la libertad por encima de todas las cosas? siempre lo olvidaba… había muerto el mismo día en el que murió el respeto a la opinión ajena.

Preparó sus maletas con la absurda alegría que le provocaba revelarse contra los dictados de lo correcto, lo adecuado y lo correspondiente llenándola de bañadores, camisas ligeras y pantalones de lino ¿qué era invierno y lo que tocaba era frío? pues se marcharía a un lugar cálido en el que leer en la playa bajo una sombrilla y tomar café helado con las gafas de sol (las de ver el mundo de color de rosa) puestas; era una rebeldía bastante inocente y no exenta de falta de sentido pero nada la hacía sentirse más feliz que hacer uso de su libre albedrío para cambiar incluso el tiempo climatológico… si el verano no venía a ella, ella iría al verano sonriendo a la cara a quienes trataran de explicarle que era tiempo de nieve.



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