Agresión.
Érase una vez la historia de una agresión, o dos, y el derecho a la legítima defensa... en el patio del colegio o en la vida.
Aparcó donde pudo y como pudo y se acercó a la puerta del colegio para recoger a su hijo, lo hizo respirando hondo y prometiéndose que esperaría a llegar a casa para leerle la cartilla y se la leería a base de bien ¿qué era eso de que la llamaran del colegio porque a él se le había ocurrido enzarzarse en una pelea ¡puños mediante! con un compañero? ¿Cuándo le había enseñado ella que la violencia era solución de nada? Se iba a pasar el fin de semana reflexionando sobre lo que había hecho…
Parte del calentón emocional que llevaba puesto se disipó en cuanto vio al niño, un pequeñajo que no levantaba más que unos palmos del suelo, uno de los más chiquitines de su clase aunque también de los más resueltos; caminaba lentamente y arrastrando los pies, casi sin atreverse a levantar la cabeza para buscar a su madre pero sabiendo con certeza donde se encontraba porque siempre la esperaba junto al gran árbol que estaba unos pasos más allá de la puerta del colegio; no llevaba puestas sus gafas, lo que confirmaba lo que le habían dicho cuando la llamaron del colegio, se habían roto pero además tenía el rostro amoratado…
No dijo nada, cogió su mano y caminaron hacia el coche envueltos en el jaleo habitual de la salida del colegio; ya en el coche sacó las gafas de respuesto del coche se las ofreció, el pequeño la miró con los ojos anegados en lágrimas y musitó un ‘lo siento‘ y un ‘gracias‘ mientras se ponía las gafas. Ella se limitó a murmurar un ‘ahora hablamos tranquilamente en casa‘ y arrancó el coche.
Esos minutos le sirvieron para acabar de apaciguarse y así, cuando estuvieron en casa, cuando el pequeño había merendado y antes de soltarse su speech le pidió que le explicara qué había pasado; él la miró con cierta sorpresa ¿le daba la oportunidad de explicarse? Le daba la oportunidad de explicarse. Para cuando terminó de hacerlo ella no sabía qué decirle porque la historia que le contaba no negaba ni una palabra de lo dicho por su tutora y en cambio cambiaba por completo lógica del asunto…
–Yo no le hago caso, mamá, me llama cuatro ojos y bizco con balcones a la calle, dice que tengo dos patas de palo en vez de dos piernas y que soy más lerdo que el borrico de su pueblo pero yo no le hago caso ¡nunca! pero es que hoy me dio un empujón y me caí encima de Anita y todos me gritaban por haber tirado a Anita y Anita lloraba… y no sé que me pasó pero me fui corriendo detrás de él y le di un empujón y claro, como me saca la cabeza, se dio media vuelta y me pegó y… -El llanto y el disgusto le impedía seguir con su relato; ella lo abrazó recordando lo que le habían dicho aquella mañana cuando la llamaran del cole, que su hijo era respondable de una agresión a una niña y un niño en el patio nada menos…
–¿Qué iba a hacer mamá? ¡me tenía que defender! Una cosa es no hacerle caso cuando me insulta pero otra cosa es que me acaben acusando a mi de pegón cuando fue él quien me empujó ¿qué iba a hacer? ¡Tenía que defenderme!-.
Logró que el pequeño se calmara; es como los ucranianos, le dijo después muy resuelto -¿qué van a hacer si los invaden? ¡es una agresión! ¡se tendrán que defender, digo yo!-.
Verás, querido, le explicó ella, -tú no eres Ucrania ni el colegio es Europa del Este ni del Oeste…-
–¡Pero me tengo que defender!– exclamó el pequeño interrumpiéndo.
Ella lo miró directamente a los ojos esperando hacerse entender: –no eres un adulto que tiene que arreglárselas solo, eres un niño ¿tienes que defenderte? Hasta cierto punto sí pero también tenemos que defenderte, tus profesores, tu padre, yo… Y tenemos que educarte como sus padres y sus profesores tienen que educar a ese malote de tres al cuarto que anda insultando y pegando por el patio además, mira, aquí una lección para el futuro: si dejas a los malotes campar a sus anchas se vienen arriba…-
-¿Ves?- la interrumpió de nuevo el pequeño –como los rusos en Ucrania-.
Respiró profundamente… -De acuerdo, como en Ucrania pero tú no eres un adulto soberano sino un niño tutelado por sus padres ¿ves la diferencia?–
El pequeño la miró reflexivo y respondió titubeando… –vale, sí… pero tenía que defenderme-.
Su padre llegó entonces a casa –¿qué tal familia?– preguntó y su hijo, muy resuelto y desde el sofá respondió –¡el colegio es la guerra, papá! pero yo me defiendo; hay una baja, eso sí, mis gafas…-.