Y que no valga la pena…

...porque si vale la pena, no vale nada.

Había frases que no por muy usadas dolían menos y otras que en el uso llevaban el pecado y la penitencia, eran estas últimas las que tendían a despertar en ella al monstruo de su ira por tanto malo como solían arrastrar, por como soplaban como viento en contra más que a favor para navegar la vida.

Se trataba de sentencias incuestionables que se habían ganado la fe del mundo a fuerza de verse usadas y si acaso alguien tenía el atrevimiento de ponerlas en cuestión, caían sobre él improperios de todo pelaje; claro que ésto era en realidad lo de menos, lo de más era la importancia de aquellas frases y sentencias, de lo que ocultaban en su forma y en su fondo, de cuán traicioneras podían llegar a ser porque, y de ésto no le cabía a ella duda alguna, somos como hablamos y no tanto lo que decimos, porque las palabras las lleva el viento y nos las arranca a veces de la emoción del momento sin tener más valor que el que cada cual quiera darles, poco en todo caso comparado con cómo va calando, en nosotros y en los otros, el modo en el que hablamos.

Daba vueltas a estas y otras ideas en una de sus mañanas de domingo y paseo mientras sentencias de ese porte llegaban a sus oídos… –ser un hombre de provecho… como si tuviese que hacerse al punto y dejarse comer hasta el hueso, pensaba; no hay mal que por bien no venga… y venga de conjurar al mal, se respondía-.

Claro que entre todas las frases hechas y dichas había una que dolía… y dolía en aquel preciso instante en que acababa de escucharla… -¡merece la pena el esfuerzo! ¡venga, que vale la pena!- giró sobre sus talones para ver a un pequeño que no debía tener seis años mirando con rabia, miedo y dolor hacia su bicicleta tirada en el suelo; sus rodillas confesaban callada, y seguro que dolorosamente, sus infructuosos intentos de hacerla rodar sin acabar con sus huesos en el suelo -¡merece la pena el esfuerzo! ¡venga, que vale la pena!-

Ni en mil años volvería aquel pequeño a su bici ante tamaños ánimos… que si lo que vale es la pena, que pene otro, pensaba…

Porque nada merece la pena ni mucho menos la vale, ni tan siquiera la vida; merece los sueños, el esfuerzo y los intentos y vale siempre la alegría, merece una y mil risas, una mano tendida y un grito de ánimo que valgan un nuevo esfuerzo y un intento nuevo pero las penas… las penas son para los tristes y hablar como si valiese más la pena que la alegría no es más que coquetear con la tristeza.

Pasó distraidamente junto al pequeño que buscaba el equilibrio que le faltaba para rodar su bici, observó su gesto torcido y pensó que tenía carita de valer la pena… ¡no! le dijo riendo ¡no vale la pena! ¡pero sí la alegría que sentirás cuando hagas rutas en bicicleta!

Siguió paseando ya camino a casa, pensando que había merecido el esfuerzo aquel paseo.



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