Voltaire.

Érase una vez la historia del hombre que definió la estupidez como enfermedad, la fuerza de la mentira cuando se repite y la esencia de los 'ofendiditos'. Voltaire.

Se levantó aquel domingo de buen ánimo, ya fuera por la calidez del sol y su luz, porque se había mantenido alejada de las noticias durante toda la semana o simplemente porque ya le tocaba, lo cierto es que se despertó pronto, con la sonrisa puesta y con ganas de salir a la calle a pasearse. Así lo hizo.

Se cruzó con un grupo de jóvenes que, ataviados con banderas y carteles, caminaban rápidos, con rostros agrios y a voz en grito, parecían enfadados con el mundo; se detuvo a observarlos preguntándose qué podía provocar aquellos gestos tan profundamente airados en una sociedad que había hecho del bienestar ley.

Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable.

Sintió cierta lástima al verlos y pensó en hablarles… en regalarles un consejo por si puediera de algún modo iluminar su oscuro fanatismo pero sabía que serviría de poco, apenas lo escucharían y, de hacerlo, sería para agraviarse.

El agravio es la razón de los que no tienen razón.

Cuidado con los ofendiditos, se dijo, al contrario que los fanáticos, los ofendiditos no le arrancaban ni tan siquiera un ápice de lástima porque iban un paso más allá, pasaban del victimismo ya no al ataque sino a considerarse injustamente atacados por los disidentes, lo convertían a él en agresor de algo o de alguien sin haber cometido más pecado que el de pensar por cuenta propia.

Pensad por cuenta propia y dejad que los demás disfruten el derecho a hacer lo mismo.

Los fanáticos, también los ofendiditos, eran más de pensar por cuenta ajena, de defender lo que quiera que cupiese en una bandera haciendo de ello un credo, una fe, una verdad insondable aunque no estuviese sustentada más que por cuatro mentiras, como si de un banco de madera vieja se tratara más que de la vida.

Decimos una necedad y, a fuerza de repetirla, acabamos creyéndola.

¿Importaba algo la verdad? se preguntaba ¿o acaso sólo importaba lo que pudiera venderse como eslogan fácilmente digerible por las mayorías propias de los amplios consensos (significara aquello lo que significara si es que significaba algo)?

La idiotez es una enfermedad extraordinaria, no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás.

He ahí la cuestión, querido Voltaire, le dijo al ilustrado aunque hablaba en realidad para sí mismo, la idiotez era la enfermedad perfecta, más perfecta que el fanatismo porque el fanático sufre por su ideal, el idiota sólo sigue los mandados de su bandera sin sentir dolor alguno, eso sí, pobre del que lo tenga por vecino porque la estupidez, como la tontería, tiene efectos colaterales y además es terriblemente contagiosa. Tendría que estar atento a los primeros síntomas, pensó…

El orgullo de los mediocres consiste en hablar siempre de sí mismos; el orgullo de los grandes hombres es de no hablar nunca de ellos.

Bien, su discreción innata podía servirle de vacuna frente a ésto pero ¡ay de los exhibicionistas del S.XXI! ¡ay de los que arrastrados por ese orgullo del mediocre vivían del aplauso continuo y constante en forma de megusta, corazones y retuits!

No ser bueno más que para sí es no ser bueno para nada.

Esos… esos estaban en gran peligro, sin duda, si no habían caído ya víctimas de su propia estudiez sin necesidad de contagio ajeno, claro; porque podía ser que en su búsqueda nerviosa y desvariada de la felicidad hubieran perdido el juicio y el norte, cabe que nadie les hubiera explicado que la felicidad ni se busca ni se encuentra sino que se crea y se destruye a base de esfuerzo y fanatismo respectivamente.

Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una.

Le bastó una mirada a vista de pájaro al kiosko para saber que debía huir de él como de la peste porque nada encontraría en él que no confirmara lo que en su día había dicho y repetido, pagando las consecuencias debidas con encancelamiento y su exilio, el bueno de Voltaire.

La civilización no suprime la barbarie; la perfecciona.

No eran las páginas de sucesos las que le confirmaban esta gran verdad, ni tan siquiera las noticias de los atentados del día y las guerras en curso, no… eran los titulares políticos llenos de cordones sanitarios a derecha, a centro y a izquierda ¿dónde había quedado la libertad? se preguntaba…

No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.

Entonces lo supo… no le hizo falta un titular de periódico para darse cuenta de que Voltaire había muerto, lo había hecho con menos alaracas que Montesquieu (su muerte ideológica la anunció un político español a toda plana ‘Montesquieu ha muerto‘ y con el la separación de poderes) en cambio de Voltaire nadie hablaba, nadie se jactaba de ser su verdugo, tal vez porque jugar con la justicia a beneficio de unos y otros era menos peligroso que hacerlo con la libertad de todos pero lo cierto y verdad, lo innegable, es que ya nadie defendía la libertad del disidente a exponer sus ideas ¿cómo defender tal derecho si ni tan siquiera se respetaba la diferencia de ideas?.



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