Vértigo.
Caminó sobre el suelo transparente de la piscina y descubrió que el vértigo no es más que lo que queda cuando, en realidad, ya no queda nada.
Era domingo y la pequeña Áine, que acababa de cumplir 11 años, había decidido pasar la tarde escondida en su casa del árbol; se escabulló de la casa en cuanto sus padres se levantaron de la mesa para preparar el café y dejó a sus hermanos peleándose por los pastelillos de nata.
Colocó unas cuantas piezas del puzzle que en 3D que estaba construyendo y, al rato, metió de nuevo la cabeza con todas sus emociones en el libro que estaba leyendo -Mujercitas-; le encantaba, sus hermanos, unos gemelos la mar de revoltosos, solían meterse con ella diciéndole que sólo leía libros de chicas pero no le importaba, a ella la historia de aquellas hermanas que tan bien contaba Louis May Alcott la tenía fascinada.
Oyó entonces a su madre llamándola de regreso a casa pero, cuando se acercó a la escalera que debía recorrer para llegar al suelo, sintió un pequeño mareo. Se sentó al borde de la cabaña mirando al suelo aun sabiendo que era su lejanía lo que la mareaba… ¿por qué si ella no tenía vértigo? o tal vez sí…
Cerró los ojos y tardó unos minutos en abrirlos de nuevo pero nada había cambiado, todo parecía bailar a su alrededor y no pudo evitar que las lágrimas arrasaran sus ojos. Tenía miedo.
Su madre, con cierto enfado, salió al jardín buscando a la niña y, al verla sentada en el borde de su cabaña con los brazos cruzados fuertemente como si estuviera sujetándose a sí misma, supo que algo no iba bien y decidió subir aquella escalera hacia el cielo que acababa en la cabaña del árbol; no le gustaba ni un pelo porque ella sí tenía un vértigo más que importate pero precisamente por eso aquel gesto de su hija la preocupó sobremanera.
–¿Por qué ahora tengo vértigo, mamá?– le preguntó la niña en cuanto, ya con su madre al lado, comenzó a sentirse mejor, –no lo sé– le respondió su madre –lo cierto es que ni tan siquiera estoy segura de que sea vértigo, cariño– la niña la miró con curiosidad –ah ¿no? ¿y qué es entonces?– su madre se encogió de hombros –uy, no sé… pueden ser muchas cosas, verás, el vértigo, además de un asunto del sentido del equilibrio es también un disfraz de lo más interesante para otras cosas…-. Ya no quedaba en Áine un ápice del mareo que la había sentado junto a la escalera y miraba a su madre con los ojos muy abiertos esperando más explicaciones.
–Verás, cariño… a veces uno se marea por vértigo, sí, pero ¿recuerdas lo que te digo siempre cuando me pides que suba aquí arriba?– la niña se apresuró a responder –¡sí! que te dan miedo las alturas-; su madre movió la cabeza afirmativamente y continuó su explicación –así es, me dan miedo las alturas… con vértigo o sin él, me gusta tener los pies en el suelo, me gusta caminar, correr e incluso navegar pero volar me asusta, me da miedo hasta marearme. El miedo, cariño, marea más incluso que el vértigo-.
Áine se quedó pensando en lo que acababa de explicarle su madre y al rato preguntó –¿entonces me he mareado porque tengo miedo de algo?– su madre sonrió antes de responderle –es posible pero, en tu caso, querida mía– añadió viendo el libro tirado sobre el suelo de la cabaña y ni rastro de las gafas que la pequeña debía utilizar para leer –en este caso creo que tiene más que ver con tus ojos que con tus oídos o con tus miedos-. Áine rompió a reír, había olvidado por completo sus gafas… y auque estaba tan segura como su madre de que esa había sido la razón de su mareo, se prometió no olvidar nunca que el vértigo no era sólo el miedo a las alturas sino el disfraz favorito de cualquier otro miedo…