Tórrido.

Érase una vez la historia de un fin de semana tórrido, tan tórrido y caliente que había chamuscado incluso ilustres cabezas con mando en plaza.

Miró al cielo con el desprecio y el desdén de quien ha sido engañado aunque sabía que el engaño, si bien existía, había sido más bien autoinfligido porque nadie dijo que el sol brillaría con toda su fuerza, solo que aquel fin de semana sería tórrido, probablemente el más caliente del verano y desde luego no podía negar que así era, tanto era así que se había achicharrado incluso el gobierno entero y no quedaban en pie más que algunos ministros chamuscados junto al presidente en espera de que llegaran otros nuevos más frescos y lozanos.

Había sido ella quien había deducido que un día tórrido sería un día de luz y color y había sido ella quien había errado en su deducción porque no había pensado en la calima, una fea compañera del verano, un regalo de África que se convertía en una especie de tejado sobre su cabeza y la privaba de la luz del sol pero no de su tórrido calor, es más, con la calima la sensación térmica era incluso más ardiente, más terrible, más insoportable… claro que siempre podía cerrar la ventana y poner el aire acondicionado, eso sí, sabiendo que cuando llegara la factura de la luz volvería a subirle la temperatura emocional aunque para entonces ya habría pasado no solo aquel tórrido fin de semana sino casi el verano entero y cabe que lograra sobrellevar mejor el subidón de su factura y el bajón en su cuenta corriente. O no. Pero eso aquel fin de semana era lo de menos, lo de más era soportarlo sin perder la cabeza ni la hidratación.

Se zambulló en la piscina y nadó un rato, lo hizo lentamente, alargando las brazadas como alargan los pasos los mayores cuando salen a pasear al caer la tarde, sin cansarse, sin exigirse nada más que un paso tras otro, una brazada tras otra; sabía que aquella sensación de placer, de desentumecimieto y de flotabilidad duraría lo que tardara en salir de la piscina y sentir la brisa tórrida de calima y 40 grados a la sombra por eso alargaba más y más sus brazadas, para hacer el nado más lento y el baño más largo, para que aquel domingo tórrido pasara sin que se diese apenas cuenta.

¿Y para qué? para aligerar su cabeza y sus ideas, para refrescarse por dentro y por fuera, para sentirse más y mejor, para agrupar fuerzas y seguir rebelándose contra el mundo feliz en el que pretendían hacerla vivir, un mundo feliz en el que se negaba a instalarse como se negaría a instalarse en una nube o en una pompa de jabón, porque la realidad era testaruda e insistente y le demostraba un día tras otros que el mundo feliz no existía más allá de las ideas distópicas del bueno de Huxley, quien trataba de hacer de aquella distopía una realidad no hacía más que crear infiernos en la tierra ¿qué clase de felicidad es la felicidad impuesta por decreto? la felicidad del tonto, del infeliz o del conformista, de aquel al que le vale todo porque no vale nada, la felicidad del ciego que no quiere ver…

Salió de la piscina y subió a casa llevándose todavía cierta frescura en la piel, se sintió como si fuese un oso escondiéndose en la cueva para pasar el invierno solo que ella lo que pasaría en su refugio personal sería lo que quedaba del día más tórrido del verano en compañía de un gin tonic y un libro ¿qué más se puede pedir? oyó un grito alegre y pizpireto… ¡mamáaaaa! y el calor que había creído ahogar en la piscina cayó de nuevo sobre ella como una losa de calima… Sonrió a pesar de todo. Sonrió, precisamente, a causa de todo.



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