Tale me.
Tale me more, pensaba... porque los cuentos son el mundo de belleza y ensueño en el que tomar aire y ánimo para enfrentar la vida.
Unas gotas de inteligencia, un toque de imaginación, algunas pinceladas de creatividad, otras de capacidad analítica, un buen chorro de emociones, lágrimas, risas, sentidos, palabras… y palabras sin sentido. Todos guardamos esos ingredientes en nuestra botica personal, esa a la que, consciente e inconscientemente, recurrimos siempre para ir componiendo en ella el sentir del que partirán nuestras acciones del día.
Y aquel día, un domingo luminoso que peleaba todavía por ser cálido, ella se había bebido el frasco del ensueño y la imaginación; no quería realidades, medias verdades ni verdades completas, quería sueños, quería reir, quería cuentos.
Había un lugar en el mundo en el que su imaginación volaba libre y creaba nuevas realidades en las que todo lo que se le ponía en las ganas era posible; construía entelequias de estructuras volátiles y absurdas, muy lejos de la solvencia de aquellas que Cobb y su equipo convertían en sueños reales en las mentes ajenas en las que se colaban y mucho menos peligrosas, las suyas sólo eran cuentos en los que tomar risa y aire para vivir.
Se acomodó en el sofá sientiendo la brisa suave que se colaba por la ventana entreabierta y con su magazine de cabecera entre las manos dispuesta a imaginar, soñar y contar…
Imaginaba que la muchacha de sonrisa amplia, sombrero verde y actitud de cierta vergüenza, coqueteaba con el tipo moreno de gesto abstraído y lejano; los imaginaba juntos bajo el cielo de Madrid y sobre una de sus terrazas, viendo caer un día e incluso nacer otro mientras compartían dulces del malvavisco; Laponia fue el destino que eligió para ellos, un rincón alejado y tranquilo en la tierra de la magia y los sueños por excelencia, la de Santa Claus.
Subió el tono del glamour al descubrir a la bella polaca, que bien podría haber sido de Dolce&Gabbana, y al guapo holandés que la llevaba hasta Rembrandt; viajó junto a ellos hasta un lugar cercano a sus antípodas, un bar dorado de Sidney.
Regresó a Europa, vuelo directo a París rendida a sus zapatos, para retocarse frente a un tocador tan único como la suite en la que lo descubrió y para descubrir, además, sobre él la cajita que el tipo del avión escondiera en el interior de su mochila y, quien sabe, si decidiera ella entonces descubrirle a él el interior propio aquella noche…