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Sonríeme a los ojos.

Sonríeme a los los ojos para que te mire yo a la boca y después... What a Wonderful World.

Sonrió al sentir a Amstrong llenar el salón sacando su voz y su trompeta de aquel viejo vinilo, tomó la carátula del disco entre sus manos y comprobó que allí seguía manuscrita en rotulador negro aquella dedicatoria que era suya… y no.

‘Sonríeme a los los ojos para que te mire yo a la boca y después… What a Wonderful World’

Desconocía quien había manuscrito aquella nota pero sabía bien quien la había hecho propia una londinense mañana de sábado en la calle Portobello, al descubrir aquel vinilo entre otros mil; era un disco usado, gastado, vivido… encerraba una historia que desconocían pero a él le enamoró el fondo del asunto, la visión de un mundo maravilloso por encima de todas las cosas, por eso se hizo con la historia y el vinilo para regalarlo, para regalárselo a ella.

Aquel melancólico domingo de febrero le había dado por rescatar el plato del trastero y con él algunos de sus vinilos, la música sonaba difente, se sentía diferente y le encantaba lo mucho de evocación y recuerdo que había en cada uno de ellos.

Amstrong sonreía a los árboles y las rosas rojas, a los cielos azules perlados de nubes blancas y arcoíris infinitos, sonreía al día y a la noche y sonreía a los amigos, a las gentes, a los niños; aislaba la belleza del mundo ante sus ojos y sonreía frente a la maravillosa vida que veía…

Se paseó por su casa, por su vida y su mundo… acarició la seda de su vestido blanco y azul y la piel de su chaqueta, los pendientes de rosa y los anillos de Pandora; respiró ivoire y el aroma de un secreto haciendo volar su imaginación hacia un señor de Chamberí que, con suerte, estaría de vuelta en unos días y con quien confiba compartir un malabrigo… entre otras cosas.

Volvió a su domingo de febrero y percibió el silencio… se acercó al plato, aseguró la aguja e hizo sonar a Amstrong de nuevo mientras se ponía un , para reir luego a carcajadas al descubrir en un cajón una antigua carta de amor… y es su historia con él venía de antiguo, tan de antiguo y de atrás en el tiempo, que empezó cuando el amor se confesaba manuscrito en cartas certificadas.

What a wonderful world, pensaba, sí… el mundo, y la vida en él, era maravilloso, no perfecto, tenía sus cosas pero si relajaba el ánimo y la intención, si dejaba los feísmos correr y abrazaba la belleza que sentía, el mundo cambiaba de color y su ánimo se elevaba hacia el cielo azul de nubes blancas y arcoíris de Amstrong…

Sonó un ruido, se le encogió el alma y detuvo el corazón por un momento, no sabía si de miedo o ilusión… abandonó su té y su carta sobre la mesa de la cocina y asomó su mirada asustada hacia la puerta… para colgar después su cuerpo entero del cuello de él… que reía a carcajadas, feliz ante tan dulce acogida… –Por fin en casa– dijo…

Y el último acorde de What a wonderful world los envolvió a ambos en un beso.



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