Audacia.
Pon un gramo de audacia en todo lo que hagas...
El mejor olor, el del pan; el mejor sabor, el de la sal; el mejor amor, el de los niños…
Así empezaba la vida, según Greene, y nunca se había sentido capaz de negarle tales razones, si acaso apostillarlas, porque la vida se siente más allá de los aromas y sabores, incluso más allá del amor…
Se siente en las texturas suaves, en los acordes rítmicos y en las imágenes luminosas… la mejor textura, la piel; el mejor sonido, la música; la mejor imagen… la del mejor amor, pensó mirando la foto que ocupaba un lugar destacado en el salón… la de sus niños de Meki.
Cerró su libreta de ideas y retales con la mente camino de África y su cuerpo anclado a Madrid; sentía de nuevo esa absurda incomodidad consigo misma, la que le provocaba la duda constante en que vivía, la certeza absoluta de lo que no deseaba, de lo que no quería que fuera su vida, y la nebulosa de sus querencias en la que se movía con temor y ansia sin ver el camino ni entender a veces sus pasos; recordó entonces una de sus sentencias de cabecera… Pon un gramo de audacia en todo lo que hagas... Y decidió que nada le impedía hacerse presente en el corazón que amaba, en su vida por un tiempo y un rato; no sabía si era sólo el gramo de audacia que decía Gracián o necesitaba que fueran dos o si acaso tres… pero se sentía extrañamente valiente y aventurera aquel día, en aquel momento.
Preparó al vuelo su pequeña maleta con lo justo, serían sólo un par de días, no necesitaba grandes alforjas para aquel viaje; no iba a buscarlo, sólo a verlo, a regalarle un te quiero mirándole a los ojos sin más ni menor intención que acariciar su alma… y callaría el echar de menos porque hubo un tiempo en el que un sabio de la vida le había regalado un consejo en palabras de Gibran… Permaneced juntos, más no demasiado juntos: porque los pilares sostienen el tempo pero están separados. Y ni el roble ni el ciprés crecen el uno a la sombra del otro.
Quizá fuera el sol frío de aquel domingo de otoño lo que iluminó sus ideas en ocres, oros y tostados, quizá fuera su luz lo que le hizo entender… esperar sólo conduce a la desesperación, porque no ocurre nada o lo que sucede es opuesto a nuestro gusto e intención y, tras la espera, sólo queda asumir y adaptarse para sobrevivir, o perderse; quienes no esperan provocan, hacen que las cosas pasen a veces del modo en que desean, a veces de otra forma y manera pero están vivos, viven en el dolor de los esfuerzos en apariencia perdidos tras un fracaso, en el calor de los triunfos… y más que nada, por encima de todo, en su ser cada día más grandes…
Y aquel día ella tenía una certeza que echarse al alma –quiero ser de los que viven, aunque duela- verbalizó sin darse apenas cuenta de que las palabras escapaban de sus labios, el taxista la miró con profundo desconcierto y, antes de que le lanzara el ¿se encuentra usted bien? que veía escrito en sus ojos, le indicó resuelta y sonriente -al aeropuerto, por favor-.