Rumbo.

El rumbo es realmente lo importante porque, sin él, el destino es tan solo una utopía. Y de ahí la brújula, el GPS y cuánta ayuda puedas regalarte...

A 600 metros, en la rotonda, tome la segunda salida; continue por M40 durante 2 kilómetros; manténgase a la izquierda en la bifurcación; manténgase a la izquierda en la bifurcación; manténg… (recalculando ruta); en la rotonda tome la tercera salida; incorpórese a M30; continue por M30 durante 3 kilómetros; a 500 metros tome la salida dirección A1 (…) Gire a la izquierda por Avenida Miguel de Cervantes; su destino está a 500 metros; ha llegado a su destino.

Y llegó el momento de hacer uso de ese gesto que amaba profundamente… apagar el GPS.

Detestaba usarlo, aunque no tanto como no tenerlo; tenía su magia y también su misterio; la sacaba de mil apuros y la metía en otros tantos porque a veces no se entendían, a veces él avisaba antes de tiempo y en otras ocasiones demasiado tarde, porque no parecía comprender las visicitudes del tráfico ni lo imposible de cruzarse cuatro carriles en 500 metros y hora punta, porque repetía una instrucción tres veces cuando bastaba con una y sólo daba una instrucción una vez cuando hubieran hecho falta más detalles y en más de una ocasión… Lo tenía claro, no podía moverse por Madrid sin su GPS, pero la mujer que vivía en su interior con el mapa en su voz, tenía tantos problemas de orientación como ella misma.

Pero no importaba porque lo cierto es que entre ambas, aunque fuese recalculando ruta, solían llegar a tiempo a su destino, como en aquella ocasión en la que le habían sobrado incluso 10 minutos, los justos para retocarse el maquillaje, ponerse una gota más perfume y pensar que ojalá la vida tuviese también un GPS…

Se hubiera conformado con uno disfuncional que calculase la ruta a ojo, le hubiera bastado una brújula que le ayudase a no perder nunca su norte, una mera indicación hubiera sido suficiente para marcar su rumbo y ceñirse a él por siempre jamás.

Y es que no importaba que tuviera su destino marcado en todas sus libretas y en el fondo de sus sueños, la vida era el caos de cada día y su brújula a veces perdía los cuatro puntos cardinales; no era algo que pudiera evitar, era el libre albedrío de la vida mezclado con las consecuencias inesperadas de decisiones propias, con el azar y con alguna decisión ajena que resultaba al final no ser tan ajena como parecía… Y ante todo ésto y más tocaba arriar velas y volar donde el viento la llevara, vivir la travesía, sentirla, disfrutarla… para reajustar de nuevo el rumbo en dirección a donde la llevaba su corazón, a ese destino que le era propio, que era suyo y para sí, en cuya orilla sabía que fondearía un día su vida y ese día sería para siempre…

Y es que uno no puede ir más que donde el corazón lo lleve aunque para ello tenga que perderse y encontrarse, equivocarse, acertar, tener suerte (buena y mala), recalcular la ruta… o lo que fuera menester.



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