Ópera.

Érase una vez la historia de una ópera en Ópera, en el Madrid más bello, bajo el cielo más sorprendente, en una cálida velada de primavera...

La calle era un ir y venir de gente, de todas las edades y tamaños, de procedencias dispares y de estilos tan antagónicos como sus planes para aquella tarde; había niños corriendo por la plaza, abuelos sentados en la terraza del café, grupos de turistas japoneses armados con sus cámaras camino del Palacio Real que se cruzaban con adolescentes cassette en mano, como en los 80, que se dirigían en dirección opuesta a la suya; había jóvenes parejas de enamorados, otras de padres cerca de los niños que jugaban en la plaza y había también gente vestida para una ocasión tan especial como la ópera en Ópera.

Lo que nadie sabía entonces, minutos antes de que se apagaran las luces y la orquesta comenzara a tocar sus primeras notas, es que Breguet estaba estaba a punto de detener el tiempo. Tras siglos de historia, artesanía, tecnología y magia midiendo el tiempo en sus horas y sus minutos, iban a lograr lo que nunca antes y nunca nadie había hecho, detener el tiempo por espacio de dos horas. Ni tan siquiera él, que caminaba hacia el Real con la corbata mal anudada, lo sabía.

Pasado el momento del recibimiento, los saludos y las presentaciones, se acomodó en su butaca viendo a las mujeres terriblemente elegantes con sus vestidos de verano y etiqueta complementados con sandalias y medias de verano y sintiendo como un exceso su perfecta camisa de manga larga, su corbata y su chaqueta además de sus zapatos… con calcetines que decían ser de verano y su Breguet. Pero estaba en la ópera y en Ópera, en un Teatro Real que exigía, y con razón, etiqueta.

Tan sobrecogedor como la guerra.

Cuando las luces iluminaron la sala tras el primer acto, se fijó en el rostro de la gente y no encontró más que una palabra para definir lo que habían visto, escuchado, vivido… y lo que se reflejaba en aquellos rostros elegantes y maquillados (los de ellas): sobrecogedor. Tanto como la terraza del Real que mira a Palacio dibujando la historia de Madrid en cada una de sus piedras.

¿Qué había sido del tiempo que se le escapaba cada día entre las manos? ¿qué de las prisas de aquella tarde cuando el reloj corría hacia las siete y media mientras él lo hacía por la calle temiendo ser el conejo de Alicia en el Real y llegar tarde? Nada, la respuesta era la nada de la historia interminable porque de aquel tiempo y aquellas prisas no quedaba nada, nada que importara; fue entonces cuando se dio cuenta de que Breguet había parado el tiempo en el Real, al menos el de sus emociones.

Sonó el aviso, dejó su poca sobre una de las mesas altas y dedicó una última mirada furtiva al Palacio sabiendo que, finalizada la función, volvería.

Tan mágico como la paz.

Se acomodó de nuevo en su butaca dispuesto a disfrutar superada ya sorpresa de vivida en el primer acto. Pero entonces todo cambió; sucedió algo así como un cambio de registro, como si Joyce hubiera guardado el miedo y el drama en un rincón recóndito de su alma estuviera cantando con la fuerza de la esperanza y la alegría, las flautas trinaban con la alegría de los pájaros de un modo tan vívido que no le hubiera sorprendido verlos volar sobre el escenario.

Aplauso. Ovación. Y más.

Y entonces Joyce DiDonato tomó un micro entre sus manos y desveló que aquella velada el tiempo se había detenido para que el Real fuera testigo del drama y el dolor de la vida cantado en un acto -el primero- y de como la música y la profunda convicción de que otro mundo es posible, podía aplacar aquel dolor que era la guerra con el bálsamo de la paz -que era el segundo acto-.

Volvió a la terraza aflojándose ligeramente la corbata para aliñar el fin de la velada con una copa de champagne y un cielo perlado de de nubes de tormenta, con las banderas del Real ondeando al viento y el imponente Palacio enfrente, como si la lluvia no importara.



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