Nueces.

Los frutos de otoño anticipaban los sabores de la Navidad: un cuenco de nueces, un cascanueces, el crepitar de la madera en la chimenea, el tintineo de un villancico... y mucho ruido.

El domingo había amanecido luminoso pero, al caer la tarde, una amenazante legión de nubes había encapotado el cielo; se acercó a la ventana y sintió el frío que latía al otro lado del cristal, eso la decidió a cumplir con un pequeño ritual que la confortaba a pesar de que no tenía para ella más sentido que el del recuerdo de las emociones bellas, de la ilusión desmedida, de la diversión, de la magia, de la risa… de las nueces, las avellanas y los cacahuetes.

Colocó el árbol de Navidad y su pequeño belén, un nacimiento que resurgía de su caja cada puente de diciembre y que se completaba también cada año con una pieza nueva; aquella mañana había recorrido el mercadillo navideño atestado de gente hasta adquirir dos nuevas piezas, porque no había logrado decantarse sólo por una: un huerto con sus tomates y sus lechugas, sus coliflores, zanahorias y remolachas y una hoguera con su caldero, el nuevo centro de su reunión de pastores.

A media tarde todo estaba ya en su lugar y decidió encender la chimenea –una que era en realidad de mentira, una más de esas ilusiones con las que decoraba su vida para hacerla más cálida… para confrontar desde la belleza el lado oscuro del mundo-; se preparó una merienda -un té caliente con nueces- y se acomodó en el sofá después de encender la pequeña luz indirecta, que era su modo de iluminar el cielo; se arropó con su manta de sofá sonriéndose, porque aquella iba a ser una tarde para celebrar qué bello es vivir.

Tomó un sorbo de té caliente y colocó el cuenco de nueces en su regazo armándose con su indispensable cascanueces; a las nueces de California que no faltaban entre sus recuerdos de Navidad sumaba ella las de la India y entre nuez y nuez, sorbo y sorbo de , y alguna que otra lágrima furtiva, llegó al final de la película.

Miró su cuenco de nueces lleno ahora de cáscaras rotas y pensó que era un poco como la vida… mucho ruido y pocas nueces; se negó a aceptarlo y no porque hubiese más nueces en la cocina, sino porque sabía que la vida no era poco ni mucho por sí misma sino que era lo que cada uno hace de ella, era en realidad moldeable y flexible, frágil unas veces y pertinaz otras pero, en el fondo y al cabo del tiempo, sólo lo que cada uno hacía de ella.

Claro que al pensar en nueces y en ruido no pudo menos que recordar a Benedicto y a Beatriz, a la bella Hero, a Don Juan y a Don Pedro… Sería con ellos con quienes pasaría la noche gracias al bueno de Kenneth Branagh que se hacía acompañar en su ya mítica adaptación de Shakespeare por Emma Thompson, Denzel Washington y Keanu Reeves.



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