La estación dorada.

El otoño era la estación dorada, por sus ocres y sus tostados, por el brillo del sol al atardecer y...

Y porque el tiempo era oro; lo era siempre pero, con el final del año apremiando, cada minuto se hacía escaso, como si le faltaran segundos, e igual a las horas y a los días… así era el tiempo en la estación dorada, la del otoño.

Se acumulaban las tareas propias y también las ajenas porque, una vez sonaba el ulular del viento en los cristales, el mundo entero parecía recordar sus promesas de año nuevo y querer cumplirlas antes de las doce uvas.

De repente todo tenía fecha de cierre, una cercana y apremiante que la llevaba de vuelta aquello de que el tiempo es oro y del oro se iba al ocre y los tostados, al bronce y al brillo del color dorado, se iba a la ventana a ver las hojas caer y volar sin sentir el frío cortante del aire que las elevaba; era una vista relajante y única que la alejaba de aquel correr desbocado del último trimestre del año.

Por eso, porque sabía como serían de largas las veladas, se acomodaba en casa con Olivia como aliada, no sin antes ocuparse de su interior más personal para cenar en su propia compañía; de ahí que se perfumara como si la esperase el hombre de su vida a la vuelta del pasillo para jugarse un blackgammon y que aromatizase la casa como si esperara semejante visita; una velada podía ser tan larga y solitaria como le viniese en gana pero un toque de elegante sofisticación no podía faltarle jamás porque, tras la velada, vendría el día siguiente.

Un día en el que todavía encontraba en el baño su set de afeitado, restos de un pasado que se le antojaba muy lejano, en el que se tocaba la cabeza que se mostraba mareada de tanto como giraba al mundo a su alrededor y de sus huesos para dentro, el día en el que se le había antojado Toledo y, en Toledo, un japonés.

Ya sólo le quedaba liarse el tocado a la cabeza y concederse el capricho de Estambul pero esa… sería otra historia.



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