Independiente.

Érase una vez la historia de una mujer que descubrió que ser independientes era tan importante, sino más, que ser libres e iguales.

Colgó el teléfono por tercera vez aquella mañana y, aunque el sonido del viento en los cristales anunciaba un frío de mil demonios en las calles, decidió aventurarse a ellas, no podría soportar una llamada más de quienes veían como un drama que hubiese amanecido sola en casa el día de reyes y no hubiese quedado con nadie para comer.

A pesar de lo desapacible del día, había niños en el parque y se veían más bicicletas, patines, patinetes y hoverboard que cualquier otro día, probablemente porque muchos de ellos habían amanecido envueltos en papel de regalo en los árboles de Navidad por obra y gracia de los magos de Oriente; se quedó un rato mirando a los niños y a las niñas reir y divertirse juntos como siempre o incluso un poco más, caerse y levantarse como si no hubiera pasado nada y también gritarse y ayudarse cuando la situación así lo demandaba. Y una vez más, cruzó por su mente el mismo pensamiento: ellos, los más pequeños, niños y niñas, sí eran libres e iguales ¿en qué momento y a santo de qué el asunto se torcía y dejaban de serlo?

En realidad hacía mucho tiempo que se había respondido aquella pregunta aunque lo cierto es nunca había logrado resumirla en una sola palabra: independencia. Y es que más allá de los prejuicios y otras ideas preconcebidas, más allá de la educación torcida o de las mentalidades de un tiempo anterior al siglo en que vivía, nada cercenaba la libertad y la iguadad tanto como la dependencia, tanto si se trataba de una dependencia emocional como económica, más si era de ambas juntas y a la vez.

Se acercó más a los niños, le gustaba observarlos y adivinar cómo serían de mayores, no era un ejercicio difícil, los profesores lo hacían a diario casi sin darse cuenta, también los padres y en general quienes rodean a los pequeños locos bajitos tan protagonistas del día de reyes como de cualquier otro día del año.

Se fijó en los que estaban haciendo carreras con sus patinetes, eran 6 o 7 niños y niñas que, con poca pericia, trataban de ganar velocidad hasta dar con sus huesos en el suelo mucho antes de llegar a la línea que se habían marcado como meta; no parecía importarles, se aplaudían cuando lograban llegar un metro más lejos o ir un poco más rápido, se animaban cuando empezaban a rodar y se tendían la mano cuando el monopatín seguía solo la carrera y ellos rodaban tan largos como eran y de cuerpo entero por el suelo.

Entonces sucedió. Uno de los pequeños sufrió una caída un poco más accidentada y, entre la sangre y el susto, llegaron las lágrimas y los llantos; como aliño del disgusto y el dolor llegaron las frases que, supuestamente, apelaban al orgullo… venga, hombre, que no se diga, vamos, que ya eres un hombrecito ¡los chicos no lloran! hay que ser valiente…¡María! donde vas con el patín! si se ha caído incluso tu hermano dónde vas tú?!.

Tal vez así y ahí empezara todo, tal vez era entonces cuando los niños y las niñas, que siempre se habían sentido libres e iguales más allá de que a ellas pudiera gustarles (o no) el color rosa o llevar faldas y a ellos (o no) el fútbol y los coches, comenzaban a sentirse menos iguales y menos libres.

Caminó de regreso a casa porque lo frío del día no daba para alargar el paseo ni tan siquiera un rato más, además quería poner en negro sobre blanco sus pensamientos porque ese era el único modo de ordenarlos; quería pensar menos en la igualdad como una conquista pendiente y más en la independencia como el camino para construirla.



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