Frío.

El más grande, el más lujoso, el más rápido, el más bello, el más... cuando la osadía humana sobrepasa los límites de lo posible no queda más camino que ese que no ha de tener retorno, el del desastre y el fin de los días de vino y rosas.

Brillaba el sol pero, como sucedía siempre con el sol de invierno, era un sol falso y mentiroso que prometía en su luz la calidez debida para después dejarse vencer por un viento helado que cortaba la piel; caminó con paso rápido para ponerse cuando antes a refugio del intempestivo invierno y lo hizo regalándose un paseo por una exposición un tanto particular. Titanic.

Nada más entrar se ajustó los cascos y el volumen de la audioguía y se dispuso a dejarse llevar a través de la historia de aquel imponente navío que se hundió en su primera travesía; observó con atención las inmensas fotografías y maquetas, los retratos que allí había y las vitrinas en las que se exponían algunos objetos rescatados del desastre. Advirtió enseguida que aquella no era una exposición al uso, era un viaje en el tiempo y el espacio para ver y sentir lo que vieron y sintieron quienes embarcaron en el Titanic en 1912.

Sonaba la banda sonora de Titanic, la película, como música de fondo de aquella voz en off que iba narrando la historia, explicando los detalles, presentando a sus personajes… sabía que no lograría recordar los nombres de aquellas personas, pero sabía también que no podría olvidar sus historias.

Historias como la del tripulante que, a cargo de una zona de botes salvavidas, se ocupó de llenarlos todos sin negar a los hombres el acceso a ellos como hicieran el resto de sus compañeros; o la de aquella mujer que viajaba en segunda o tercera clase que, viendo que no habría salvación para su familia, decidió no enloquecer y se dispuso a morir con su esposo y sus hijos… pero entonces alguien le arrebató al menor de sus hijos y lo echó a un bote salvavidas, antes de que se diera cuenta también habían acomodado a su hija en el bote y alguien gritó ¡traed a la madre! y ella, con sus dos hijos menores, vivió. No tuvo tanta suerte el fundador de Macy’s, que murió aquella misma noche… junto a su esposa, que se había negado en rotundo a marcharse sin él. Y un ingeniero del Titanic, un joven tenaz y perfeccionista que quiso viajar en su primera travesía porque quería ver in situ el comportamiento del barco para detectar puntos de mejora sin saber que aquel sería su último trabajo. O aquella familia de tres que encontró refugio para la madre y la hija en bote, no así para el padre, quien en un momento de barullo y desconcierto logró saltar al bote y convertir así a su familia en una de las pocas que sobrevivió completa a la tragedia. Y aquella mujer que viajaba en primera clase que con su imponente presencia y su voz alta y rotunda exigía el regreso de los botes que no estaban llenos para rescatar a los supervivientes… pero en el agua helada del Atlántico bastaron unos minutos para que la hipotermia rompiera la esperanza de muchos en mil pedazos.

Luego estaba el único par de españoles abordo, una joven pareja de luna de miel de la que no quedaría aquella noche más que su viuda, los músicos, los hombres que alimentaban las calderas de carbón… gente en busca de un futuro que se heló en su piel en una noche infame en la que sólo el Carphatia puso algo de paz.

El más grande, el más lujoso, el más rápido, el más bello, el más… cuando la osadía humana sobrepasa los límites de lo posible no queda más camino que ese que no ha de tener retorno, el del desastre y el fin de los días de vino y rosas.

Vivió aquella exposición interactiva, en la que llegó a poner su mano sobre un iceberg, como lo que era, una historia y una historia de historias en la que, al final, y cuando el desastre se hace presente y real, sirve de acicate íntimo para que cada una de esas historias escribiera un final a la altura de su grandeza y su miseria porque así somos los seres humanos…



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