Escándalo.
Un escándalo, un escándalo… y dos y tres… y los que faltan por llegar; así iban pasando los días, de susto en susto y de sorpresa en sorpresa hasta aquella mañana en la que había decidido sonreir por encima de todas las cosas y eso, al parecer, era también un escándalo. Claro que, consciente de aquel desvarío del mundo, su sonrisa se convertía por momentos en carcajada.
Ella, que siempre había vivido comprometida con el ser humano por encima de cualquier otra cosa, se veía puesta en tela de juicio por una sonrisa aquí o una risa allá y todo porque ahora la masa social se había comprometido con alguna causa, unos con una y otros con otra, y cada cual consideraba su sonrisa, ante su causa, toda una falta de respeto.
Pero ella no dudaba, la primera causa, la que todos debemos respetar y ante la que no caben medias tintas, es la libertad y, en el ejercicio de su libertad, no abrazaba nuevas causas, permanecía fiel a la que la había conquistado muchos años atrás: el Programa Mundial de Alimentos ¿por qué? porque no promovía la caridad sino que trabajaba por crear oportunidades allá donde el mundo había olvidado llevarlas, porque ayudaba a los seres humanos a ayudarse a sí mismos alimentando su confianza y su fe en que pueden transformar su realidad.
Y todo ello en la profunda convicción de que no existen las soluciones mayestáticas y de que la magia es sólo una ilusión y en cambio, lo que somos capaces de hacer con nuestra inteligencia y nuestras manos es mucho más de lo que estamos dispuestos a reconocer. Impopular argumento, sin duda, tan impopular que la noche anterior le había costado una palabra más alta que otra que acabaron con un ¡y además sonríes! a lo que respondió como una y otra vez respondía aquel espía al que Tom Hanks defendía con pasión… ¿solucionaría algo no hacerlo?
Sonó el timbre y la arrancó de sus pensamientos, se acercó a la puerta y, al abrirla, no vio a nadie hasta que bajó su mirada más cerca del suelo –¡buenos días!– dijo la voz pizpireta de la más pequeña de sus vecinas, una niña de 7 años.
–¿De verdad crees que el mundo puede ser mejor?– le preguntó la chiquilla sin titubear ni un momento y ante la cansada mirada de su madre –no exactamente– respondió ella y observó durante unos segundos la sorpresa e incluso el temor tanto de la niña como de su madre –lo que creo es que entre todos podemos hacer que el mundo sea mejor– apostilló regalando un punto de alivio a la madre y dando mucho en qué pensar a la hija –¿y yo qué puedo hacer?– preguntó la pequeña, que necesitaba instrucciones más claras y sencillas que la llevasen de la mano hacia el camino a emprender –pues…– respondió ella dispuesta a ayudar a la niña pero no a decirle lo que tenía que hacer –no sé… cada uno debemos decidir qué queremos hacer en el mundo para hacerlo más bello y mejor– la niña se quedó pensativa, como comenzando a entender pero sin acabar de decidirse –no tienes que decidirlo corriendo, puedes pensarlo un tiempo– añadió ella relajando la tensión de aquel dulce rostro infantil –lo pensaré, sí!– afirmó la niña tomando el camino de su casa en cuya puerta esperaba su madre que miraba atónita la resolución de su hija y la sonrisa de su vecina de enfrente…