El viaje real.
Louise esperaba nervioso, subía y bajaba la cremallera de su chaqueta con la mano derecha sin saber a qué dedicar la izquierda;
Louise esperaba nervioso, subía y bajaba la cremallera de su chaqueta con la mano derecha sin saber a qué dedicar la izquierda; hacía días que había recibido un telegrama de Pierre desde St Petersburgo, María Fiodorovna estaba en París… y visitaría la Maison.
Imaginaba que no vendría sola por lo que no le sorprendió verla entrar en compañía de tres mujeres, pero sí que una de ellas fuese su hermana Alejandra, esposa del séptimo Eduardo que reinaba en Inglaterra… y así, en aquel día frío de 1907, ejercía de anfitrión ante una emperatriz viuda y una reina consorte.
Pintaban ambas hermanas una estampa de contrastes; Alejandra, anticipando la primavera, tocaba su cabeza en rosa y ceñía su cintura con flores, era como un jardín del gusto de la dama inglesa que no era; María lucía más sobria, instalada todavía en el invierno eterno en el que la dejó la muerte de Alejandro, su zar, y todos los problemas que parecían sobrevenir día tras día, tan solo se permitía el toque de color de un pañuelo que parecía haber llegado a sus manos en el mismo París.
Mientras María acariciba unos y otros collares de su bestiario, Louise le preguntó sobre su regreso a San Petersburgo – no será pronto – comentó la emperatriz viuda – mi cuñado – añadió refiriéndose a Eduardo – ha oído hablar de un peletero del gusto de la realeza española y… – Louise pudo ver la mueca de disgusto en el rostro de Alejandra – es alemán…– leyó también en sus labios, adivinando el desprecio en cada letra.
El decimotercer Alfonso de España recibió a la comitiva de Eduardo con el boato justo para tal ocasión y, aún bien no supo del interés de su real invitado por su maestro artesano Enrique Loewe Roessberg, envió una misiva a la calle Príncipe anunciando su visita para el día siguiente.
María y Alejandra saludaron a la reina Victoria Eugenia, quien se excusó para no participar de las excursiones del día por su ya abultado vientre, lamentaba no poder acompañarlas a conocer a Da Vinci… ambas dejaron sus mejores deseos junto a la futura madre y unieron sus pasos a los de Alfonso y Eduardo que abandonaban ya el Palacio por su zona de luz y vida… sin saber entonces de los pasos que habría de dar el entonces Rey de España bajo el suelo del Real edificio…
Tras visitar el taller Loewe de la calle Príncipe y conocer al artesano que le daba nombre, Eduardo pensó en la Maison Cartier… y se dijo que igual que el rey de los joyeros se había instalado en París, el de la piel había elegido Madrid… El mismo Madrid que abandonarían al día siguiente camino de la última escala de su viaje: Sevilla.
Caía una tarde flamenca en la terraza de la Alcoba del Rey, un rey con un reloj ceñido a la muñeca y en su mano una copa de vino; junto a él una emperatriz viuda y ausente y una reina absorta y él… que no podía alejar sus ojos de aquella mujer; no era su falda de volantes lo que lo atraía, tampoco las gafas tras las que ocultaba sus ojos… había algo más, era el brillo de su aura, de su piel … la gitana, pintada en su rostro una sonrisa cómplice, se acercó a él y deslizó un frasco de aceite de argán entre sus manos… se despidió sin decir palabra, sin reverencia alguna, sólo con un baile de volantes en su falda… un baile en el que incluso un rey podía perderse…
Aire, fresco, casi frío. Siempre le había gustado sentarse sobre la hierba y repasar al aire las notas de su libreta, y el sol de aquella tarde de marzo parecía haber amanecido susurrando su nombre… Caía el sol y la tarde, sobrevenía el frío… aligeró el paso camino a casa. – ¿Dónde andabas? – le preguntó él sorprendido al sentir helados los labios en los que abandonó un beso, ella sonrió – en París, en Sevilla… – respondió buscando de nuevo el calor de sus labios…
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Cierto es que el monarca inglés Eduardo VII definía a Cartier como «el rey de los joyeros» en la misma época en la que Loewe era nombrado preveedor de la Casa Real española; tan cierto como que la emperatriz viuda visitó la maison en 1907… Menos ciertas son ya las aventuras de este cuento e imposible es que pudieran sus protagonistas disfrutar de los productos que salpican este relato… pero es que esto es un cuento de domingo… Entropía.