Desconexión.
Érase una vez la historia de una desconexión. Porque a veces hay que desconectarse del mundo para fortalecer la conexión con los sueños.
Pasaban de las 2 de la madrugada y el calor era intenso, poco importaba que la ventana estuviese abierta, el aire apenas se movía y el silencio de la noche hacía el ambiente, si cabe, más intenso.
Se levantó y bebió agua. Se levantó y se enjuagó la cara. Se levantó y miró su teléfono. Se levantó y trató de leer en el sofá. Se levantó… y volvió a acostarse.
Sentía como su inquietud crecía, como la presión en la boca del estómago se hacía cada vez más intensa y subía en dirección directa a su pecho, respirar se volvía entonces más difícil y la angustia comenzaba a apoderarse de todas y cada una de sus sensaciones.
Se acabó.
No le ocurría nada. Lo sabía. Era el calor y la incertidumbre, era la inquietud y la vida, era el tiempo de espera y la pasión bíblica de cada mes de agosto. No era nada nuevo aunque aquella noche parecía insoportable.
Eran las 6 de la mañana cuando se levantó con la decisión impropia de quien ha pasado una noche en vela y siente que el corazón puede romperse bajo el peso de las cosas de la vida propia… y de la ajena; se dio una ducha y preparó un té, comió un dulce y buscó su pequeña bolsa de viaje en el armario del pasillo.
Metió en la bolsa lo esencial, un par de bikinis, un pareo, dos libros, un mandala y las gafas de sol. Estuvo a punto de coger su coche y poner rumbo al mar más cercano pero sintió la presión de la ansiedad anidando en pecho y la angustia haciendo lo propio en su cabeza, resolvió acercarse a la estación de tren.
Miró hacia su rincón de trabajo antes de salir de casa, allí estaba el portátil y también el ordenador de mesa, en sus manos el ipad y el teléfono… los miró también… y los tiró al sofá, cerró la puerta sabiendo que, aunque la ansiedad y la angustia iban con ella, pronto se diluirían como la sal en el agua.
Llegó a la estación de tren y miró hacia los trenes. Las enormes máquinas parecían no darse cuenta del caos que reinaba en los andenes, a ella tampoco le importaba. Miró hacia las máquinas automáticas de billetes con mucha pereza y se acercó a una taquilla.
–Un billete para el primer tren que salga hacia la costa– el taquillero la miró con rostro de incomprensión y le preguntó dónde quería ir –al mar– respondió ella; el hombre la miró con resignación, como quien asume que ya le ha vuelto a tocar el viajero loco y, cuando estaba a punto de explicarle que debía indicarle con claridad su destino, una taquillera deslizó un billete frente a ella –andén 2, sale en 15 minutos-. Sonrió sin tan siquiera mirar dónde la estaba mandando aquella mujer, pagó su billete y caminó hacia la vía 2.
Lo que no supo es que el taquillero, ofendido por la resolución de su compañera, le había recriminado su decisión, claro que a la mujer no le importó demasiado, mandó al tipo al infierno más cercano y volvió a sus tareas.
Se acomodó en su asiento y disfrutó de la sensación de viajar sin conocer su destino, sin que nadie, salvo la taquillera, supiera donde iba, sabiendo que el mar estaba en el horizonte; echó la mano al bolso inconscientemente en busca del teléfono y sonrió al visualizarlo tirado sobre el sofá. Antes de que el tren comenzase a recorrer las vías la angustia ya había comenzado a diluirse y de la ansiedad no quedaba más que un peso liviano sobre su pecho.
A veces era necesario desconectarse de la vida y sus gentes, sus trabajos, sus calores, sus quieros, sus puedos, sus deberes… de los sueños ajenos y de los deseos de otros, a veces bastaba una bolsa de viaje con un par de bikinis y otros tantos libros, un poco de mar y mucha paz.
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Alguien dijo una vez que hay trenes que sólo pasan una vez en la vida, tal vez sea cierto o tal vez no pero lo innegable es que la vida está llena de estaciones de las que salen trenes a diario. No importa si no sabes donde vas, si no logras poner nombre a tu destino o si ni tan siquiera estás seguro de que exista. No importa si equivocas el tren, el andén o incluso la estación. Lo que importa es no quedarse en tierra porque lo que importa es vivir, siempre se puede hacer trasbordo e incluso volver atrás aunque los itinerarios cambien. Lo único que nunca vuelve es el tiempo perdido en el andén.