Curiosidad.

Érase una vez una inquietud profunda e intensa que exigía respuesta, era la curiosidad, esa que mató al gato... y despertó al niño.

Pasear por el Retiro un domingo de buena mañana, aunque fría, tenía siempre una consecuencia: alejarse del pulmón de Madrid con la curiosidad de los niños instalada en su cabeza y con un eco de voces chillonas y elecuentes resonando en sus oídos.

Los niños recurrían siempre a los más sabios del lugar para satisfacer su curiosidad, por eso todos gritaban ‘¡mamá!’ antes de expresar su pregunta; a los pequeños, que son de naturaleza inquisitiva, que no les bastaba con una respuesta sencilla sino que era imprescindible demostrar lo certero del argumento, era eso o adentrarse en el laberinto infinito que comenzaba siempre en un ‘¿y por qué?’ o, en su defecto, ‘¿y por qué no?’.

Preguntaban tan libres de prejuicios y con tan meridiana claridad que a veces incluso asustaban y en no pocas ocasiones ponían en apuros al interpelado; al haberlos visto de nuevo revoloteando por el parque en un mar de preguntas, no pudo evitar sentir una profunda envidia teñida de pena.

Era la pena por los niños que un día fueron y de los que no queda ni tan siquiera la curiosidad, había muerto ahogada por la falsa certeza y también por los prejuicios y complejos que atenazaban toda intención libertaria del alma. Era la pena por las preguntas silenciadas, por las dudas resueltas en falso, por el miedo que todo lo diluye hasta hacerlo desaparecer de pena, una pena sin voz ni voto, callada y sigilosa que por no tener no tenía ni sombra de duda, sólo preguntas muertas que, como vías sin fin ni retorno, morían como los ríos que van a parar a la mar, que es el morir…

Caminaba tan abstraída en sus pensamientos que ni tan siquiera se dio cuenta de que sus pies habían traicionado a su cabeza y la devolvían de nuevo al parque hasta que se descubrió, sorprendida, a sus puertas; llegaban otra vez a sus oídos los por qués y sus respuestas, las voces chillonas y en ocasiones insolentes, la inocencia hecha fonemas que componía una sinfonía de dudas en busca de compositor de sueños y respuestas.

Y fue entonces cuando se preguntó qué pasaría si un buen día los adultos amanecieran como el día anterior… pero descubriendo, para su deleite y sorpresa, que la curiosidad había vuelto a brillar al fondo de sus ojos ocupando el espacio que ahora sentía en manos del miedo y del digusto.

Sería un amanecer glorioso, tan grande como la propia vida, sino más, y revelador porque el ser humano, en su incansable búsqueda de la satisfacción de su curiosidad, hallaría las respuestas a cualquier duda… o casi porque ¿de qué no sería capaz un ser humano sin miedo ni complejos, sin prejuicios ni ansias de poder? ¿de qué no sería capaz un ser humano que piensa y escucha cuestionándose a si mismo antes que al otro? ¿de qué no sería capaz un ser humano curioso que se acerca a todo aquello que desconoce sin ideas preconcebidas y sin intención de hacer de sus conclusiones ley?

Dejó atrás la puerta del parque y caminó con paso lento y desganado de vuelta a casa sintiendo pena por la curiosidad perdida y un atisbo de esperanza en su resurrección…



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