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Cuento de hadas.

Sabían ver la vida en cada detalle como sabía el maitre elegir la música y el champagne; sonaban las Supremes mientras descorchaba un Krug.

Nunca le habían gustado los cuentos de hadas, lo de los vestidos de princesa le parecía un horror y el rosa el color  más feo jamás pintado… claro que eso fue en su rebelde adolescencia, cuando desmanteló su habitación de niña rosa para espanto de su madre. Sentía que hacía una vida de aquello y allí, frente al Sant Roc, pensaba que, en realidad, todo tenía su encanto, incluso los cuentos de hadas…

El lugar llamaba a la imaginación y la ternura, a la belleza, la elegancia y el glamour, por eso se alegró de haber metido a Dior en la maleta, porque nadie como él había sabido vestir bella a una mujer; dejó los colores rebeldes en un rincón y, junto a ellos, la sofisticación de McQueen que, en el Sant Roc, había perdido su batalla frente a Dior.

Sabía, porque conocía bien su modo y forma de aprovechar el tiempo, que estarían de regreso en el hotel con el tiempo justo para peinarse, vestirse y pintarse cual princesa así que lo dejó todo preparado para ganar segundos a cada uno de aquellos minutos; ocultó los encajes de La Perla, para que lucieran si cabe más sorprendentes llegado el caso, y se retocó con la cómoda elegancia de Chanel.

Vestida en Hoss y en sus sueños más íntimos y tocada por su propia gracia, se encaminó hacia él, que la aguardaba paciente y armado con sus propios e indiscretos encantos.

Se dispusieron ambos a dejarse llevar por unos días de apacible belleza en beige… de paseos tranquilos y risas suaves, de lugares bellos, encuentros planeados y momentos inolvidables, días de cariño y descanso, de escapadas pensadas por y para darle a la vida el gusto de sentirse también en los soleados días del invierno.

Al caer la tarde entraron un una pequeña tienda gourmet donde llamaron su atención los cuencos de quinua, el sonrió con picardía amagando el gesto de tirarle un puñado a su tocado –¿no te gusta?– preguntó ella, a saber si despistada o al despiste, llevándose la mano a la cabeza; él se limitó a sonreir abrazando su cintura y marcando el paso hacia la calle, hacia su placentero caminar disperso que los llevaría de vuelta al hotel, como ella había previsto, tarde para la cena.

Compartieron postre de yogur, naranja y chocolate, además de mesa, mantel e historias, muchas historias porque ellos siempre tenían algo que contarse incluso en la cercanía y el verse a diario; ellos sabían ver la vida en cada detalle y sabían ponerle palabras como sabía el maitre elegir la música y el champagne… sonaban las Supremes mientras descorchaba un Krug.

Brindaron con la mirada, la sonrisa y el gesto, sin decir más… hasta que él la sintió más ausente que callada y preguntó –¿puedo saber en qué piensas?– ella sonrió devolviéndole su seductora mirada –sólo sueño– dijo…



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