Convicciones.

Érase una vez un mundo en el que las convicciones eran como los principios de Groucho Marx... Así comenzaba aquella carta escrita a mano alzada junto a un café humeante.

Le gustaba escribir a mano, a veces, porque un texto escrito de ese modo decía más de sí mismo manuscrito que cuando se convertía en una sucesión de letras, palabras y líneas perfectamente simétricas en pantalla; colocó su taza de café caliente sobre la mesa, junto a los folios, el bolígrafo azul y la prensa del día, y se sentó con la calma de una mañana de domingo.

El sano ejercicio de ver una misma noticia contada en varios lugares había traído a Churchill a su memoria, él hablaba de la capacidad de los números para decir lo que se espera de ellos una vez se hayan retorcido lo suficiente, ella estaba convencida de que lo mismo sucedía con las palabras, con la subjetividad añadida propia del lenguaje y más de un lenguaje tan rico como el castellano.

Una de las palabras que revoloteaba por su cabeza a la vista de los titulares de prensa , era ‘convicciones‘, no le parecía una palabra bella pero si esencial porque definía los pilares de una vida; las convicciones eran aquellas verdades básicas, atemporales e irrenunciables para un ser humano, a veces eran comunes a una sociedad o a un grupo por grande o pequeño que éste fuera pero cada individuo, en ejercicio de su libertad individual, las modelaba o incluso cambiaba a placer.

A la vista del baile convicciones matizadas, y en esencia traicionadas, que ocupaban los titulares de la prensa del domingo se preguntó si era posible la existencia del ser humano sin convicciones o, como decía Groucho Marx, con un cajón de principios  tan completo y variopinto que pudiesen usarse como si de un disfraz se tratara. Y concluyó que no.

No, no era posible porque un ser humano sin convicciones era como un verso suelto y discordante o como una hoja seca de otoño tumbada en el césped a merced del aire y del viento, era un ser sin esencia, un ente más que un ser que sale en busca de sí mismo en convicciones ajenas que acaba por hacer propias convirtiéndose en un ente ocupa de los principios de otro… y quién sabe si también de sus finales.

Escribió a mano alzada esa última reflexión y se levantó de la mesa con la taza entre sus manos, se acercó a la ventana y los rayos de sol que se colaban por ella se convirtieron en una tibia y tentadora calidez que no estaba dispuesta a negarse.

Salió con la intención de caminar, si acaso caminar ligera, pero le llegaban los retazos de las conversaciones de quienes, como ella, habían tomado la calle como propia aquella mañana y no podía evitar caminar cada vez más rápido hasta empezar a correr como queriendo huir de tantos como confundían las convicciones con los empeños personales olvidando además el respeto al pensamiento ajeno.

Recordó entonces su reflexión de aquella mañana acerca de la imposibilidad del ser sin  convicciones propias y, mientras corría cada vez más rápido camino a casa, repasó mentalmente las suyas queriendo así reafirmar su ser frente al ente en que temía convertirse…



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