Ceguera.

Érase una vez una historia de ceguera blanca que no dejaba invidentes los ojos sino la inteligencia, era terriblemente contagiosa y silenciosa y letal para la razón humana.

Caminaba despacio, tratando de respirar profundamente para ahogar, o al menos apaciguar, la intranquilidad que sentía; el mundo, su mundo, parecía haberse vuelto loco, tenía la sensación de estar sentada en medio de una habitación en la que la gravedad no funcionaba más que con su silla y a su alrededor volaba todo, desde los libros hasta el ordenador, el teléfono y sobre todo las voces… no visualizaba una sola cara pero sí voces, voces conocidas, algunas queridas y otras no tanto pero todas excitadas y demandantes.

¿Qué estaba ocurriendo? trataba de hablar pero no parecía salir sonido alguno de su garganta, se movía, hacía aspavientos, sentía como el pánico se dibujaba en su rostro y trataba de mirar a los ojos a las voces cada vez más elevadas, más excitadas, más hirientes… pero era como si estuviese viviendo sola en una isla a la que llegaba todo y de la que no salía nada, como si el mundo a su alrededor estuviese lleno de ciegos y sordos que la tomaban por la única vidente… El sólo recuerdo de la ceguera blanca de Saramago la sacó a la calle en busca de paz.

Y, así las cosas, había decidido salir a caminar y correr y no regresar a casa hasta haber apaciguado la inmensa inquietud que sentía, no podía transformar el mundo que la envolvía y asfixiaba pero sí podía tratar de imponer su tranquilidad a su ansiedad, sabía lo que era el autocontrol y no dejaría de caminar y correr hasta que él hubiera tomado el control de sus emociones porque esa era su única salida, no podía acallar las voces, no podía mantener las cosas en su lugar si la gravedad se daba mus pero sí podía levantar un muro que nada de todo eso pudiera traspasar…

Necesitó dos vueltas completas al parque para comenzar a sentir cierta calma y para recordar que encerrarse en uno mismo excavando un hoy en su corazón cada día más profundo sólo la acercaba un poco más a la locura.

Se acercó al carrito de los helados y pidió uno con dos grandes bolas de helado de chocolate y vainilla decorado con nueces y sin nata (detestaba la nata), se sentó en un banco y se limitó a disfrutar de cada cucharada helada mientras observaba a la gente ir y venir por el parque.

¿Buscarían los runners la misma paz que ella en su carrera sin principio ni fin? tal vez, aunque cuando vio a uno con los cascos bien ajustados y las gafas de sol caladas casi hasta las corneas lo dudó, tenía más pinta de ser de los que dan voces desde su ceguera y su sordera que de los que escuchan la locura ajena tratando de mantener su propia cordura; a su lado pasó una chica con un libro entre sus manos, la había visto leyendo a la sombra de un árbol cuando llegó al parque, sus miradas se cruzaron y, sin pensarlo, se sonrieron, pensó que ella sí, probablemente ella sí había acudido al parque huyendo de la ceguera ajena y buscando paz en las letras de un libro y la sombra de un árbol; así pasó un rato, viendo a gente ir y venir y preguntándose quienes estarían dando voces sin ver y quienes lidiaban con esas voces… ¿Quienes eran los locos? ¿Quienes los cuerdos?.

De camino a casa paró en el kiosko y compró el periódico (tres periódicos, por aquello de ver el mundo desde diferentes perspectivas), le bastó una lenctura rápida de titulares para sentir de nuevo la ceguera del mundo… ¡ya verás, ya! solían decirle cuando era pequeña, una frase que resumía algo tan sencillo como ‘eres demasiado pequeña (o inexperta o ignorante) para darte cuenta pero cuando vivas más y sepas más te darás cuenta de que…‘ o no, pensaba ahora, porque cada día había más gente abrazada a una verdad aprendida en algún momento de su vida a la que no estaban dispuestos a renunciar por más que la realidad les demostrara que esa verdad no era tal, que era una mentira y gorda… Era la ceguera, la ceguera blanca de Saramago, el no querer ver más allá de tu nariz, no querer pensar, negarse a admitir errores propios, no querer crecer.

Se preparó un café largo y amargo para tragar la verdad que parecía desvelarse ante sus ojos, la ceguera blanca estaba propagándose solo que como no era una ceguera física sino intelectual, los afectados ni tan siquiera se daban cuenta de que estaban ciegos… Se preguntó entonces cómo se propagaba esa ceguera silenciosa y letal, no tardó en descubrirlo.

Vio a una víctima de la ceguera blanca defender con pasión que una botella llena de un líquido blanco era una cerveza, describió hasta el último matiz de tono dorado de líquido espirituoso e incluso el modo en el que las burbujas de gas bailaban en él, le miró a los ojos y se dio cuenta de que el problema no estaba en ellos, quien describía con tanta pasión y convicción aquella litrona no podía estar mintiendo ni estar equivocado… o sí; se fijó entonces en la reacción de quienes le rodeaban y fue entonces cuando descubrió la sutil vía de contagio de la ceguera blanca: vio a unos pocos alterados, dando voces y pidiendo poco menos que el apedreamiento del paciente de ceguera blanca, lo tomaban por falso y mentiroso; otros pocos se llevaban las manos a la cabeza tan asustados del ciego blanco como de quienes querían poco menos que lapidarlo; había otro grupo que trataba de poner paz explicando que todas las visiones eran respetables, éstos provocaban desconcierto en quienes los rodeaban porque ¿cómo podía ser cierto a la vez que una botella lo fuese de leche y de cerveza a la vez? y vio a una inmensa mayoría que callaba… eran los únicos que no miraban a la botella, miraban a quienes defendían que la botella estaba llena de leche, a quienes defendían que estaba llena de cerveza y a quienes decían que ambas cosas eran ‘respetables’… y en lugar de mirar a la botella y tomar su decisión, se decidían por el bando que les parecía más convincente y se unían a él, para cuando miraban a la botella ya no la veían con sus ojos sino a través del tamiz de las ideas de otros… y así era como el mundo se estaba quedando ciego.

Tomó otro trago de su café amargo porque sabía que ahora empezaba para ella lo más difícil… había mirado a la botella, visto con sus ojos lo que contenía y le tocaba defenderlo sin sumarse a ninguna horda de ciegos blancos ni de viejos visionarios.



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