Belleza.

Érase una vez la historia de una cenicienta despistada a la que que le dieron las tres después de las doce.

Pasaban de las 3 de la madrugada cuando el taxi aparcó frente a la puerta de su casa, sacó la llave del bolso y entró, cerró la puerta tras de sí y echó la llave ante de encontrarse de nuevo consigo misma.

Se sentó frente a su tocador, un pequeño gran lujo vintage que se había concedido hacía ya un tiempo, y comenzó su ritual nocturno con más parsimonia de la habitual; acababa de llegar a casa tras una larguísima cena de etiqueta, una de esas en las que hay que lucir un perfecto vestido a juego con unos tacones imposibles, un maquillaje perfecto con labios rouge y ojos ahumados, una sonrisa perfecta y la palabra justa en cada momento; todo tan perfecto que resultaba agotador y a veces incluso aburrido.

Para cuando acabó de retirar el último rastro de maquillaje de su rostro ya había hecho volar los zapatos cada uno en una dirección y se había desembarazado del elegante vestido, se había puesto su pijama de seda y reía frente al espejo porque tras tanta crema y tanto tónico y tras tanto tocarse la cara, había dado tiempo al café de fin de cena para desvelarla del todo.

Tampoco importaba mucho, el tiempo robado al sueño era también tiempo de vida; colocó de nuevo cada producto de belleza en su lugar y los sintió más de belleza que nunca; le costaba reconocerse tras un perfecto maquillaje, era su rostro pero no era ella, ella era la que vestía en pijama a las tres de la madrugada una noche cualquiera, era la dueña de aquellas ojeras perennes y aquella mirada transparente y directa, era aquella piel imperfecta y aquel pelo indomable… y por eso para ella sus productos de belleza eran los que borraban el rastro de tanto ajeno sobre su piel, los que desnudaban su expresión y le permitían sentirse en su piel como ella misma y no como un reflejo de un yo inventado a ojos de los otros.

Le gustaba arreglarse y decorarse, vestirse como era y como no, ahumarse los ojos y ensombrecerlos en tonos luminosos, le gustaba subirse a unos tacones y probarse uno y mil vestidos, le gustaba como le gustaba jugar y divertirse porque eso era, al fin y al cabo, el arte de la moda y la belleza pero lo que más disfrutaba era el momento de después, ese llegar cansada y rota, tirar los zapatos jurando no volver nunca jamás a subirse a semejante altura (aun sabiendo que tal juramento era mentira), borrarse la cara y ver de nuevo la suya, poner música suave y zambullirse en un libro… o en una película, hacer de la velada un infinito.

Un lujo, pensó, era un lujo quitar todo lo accesorio y sentirse, era un lujo hacer lo que le pedían las ganas, era un lujo sentir ganas de sonreir de nuevo… y recordó las palabras tantas veces escuchadas en boca de su madre vivir es un lujo‘ … no, se dijo, vivir a secas no … un lujo es vivir de veras, es abrazar el riesgo y olvidar el miedo; el lujo será llegar a vieja con esta cara -ya arrugada- y estos pelos -más canos, pensó viendo su rostro cansado y ojeroso, las arrugas de la comisura de sus ojos al sonreír y su melena revuelta y ya imposible, pero la misma sonrisa en la mirada… Esa es la verdadera belleza, se dijo camino de cama, la que se siente… y en ella se cifra el lujo.



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La versión más personal de todos nosotros, los que hacemos Loff.it. Hallazgos que nos gustan, nos inquietan, nos llenan, nos tocan y que queremos comentar contigo. Te los contamos de una forma distinta, próxima, como si estuviéramos sentados a una mesa tomando un café contigo.

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