Avanzar.

Érase una vez la historia de un tipo que aprendió a navegar a vela en lugar de huir en su motora puerto cuando el viento arreciaba. Érase una vez la historia de un tipo que aprendió a vivir.

Salió a cubierta con una taza de café entre las manos, el viento seguía brillando por su ausencia y el sol apenas lograba asomar un rayo o dos entre las nubes; tampoco es que importara mucho, podía arrancar el motor y volver a puerto pero no era esa su intención.

Buscar refugio no era nunca una tentación, a lo sumo llegaba a ser una decisión sensata cuando la climatología podía más que la vida pero, más allá de aquellos días negros o rojos, buscar refugio era de cobardes, asunto sólo de quienes esperaban que la vida viniera a su encuentro y él era más, mucho más, de los que salen a buscarla.

El miedo solía vestirse siempre de refugio y así, tal y como la serpiente tentó a Eva enredada en las ramas de un árbol bello, el miedo tentaba a los navegantes vestido de puerto y abrigo pero él sabía que al abrigo del puerto la vida era quietud y monotonía pura, un instante suspendido en el aire que no llevaba más que a dar pasos atrás, y es que en aquellos ratos de puerto y abrigo el miedo buscaba los resquicios para colarse en las almas navegantes y anidaba en ellas haciendo a sus ojos cada vez más bello el refugio y más temible el mar abierto. Y entretanto, los navegantes se marchitaban por dentro y por fuera, se les escapaba la vida entre las manos atados a un puerto seguro en el que era imposible crecer, avanzar, aprender, mejorar… un lugar en el que uno iba a menos en todos los ámbitos de su ser.

El mar abierto, aun sin sol y sin viento, era otra cosa; exigía atención y acción, pedía vida, planteaba problemas a los que dar solución y, en ocasiones, regalaba días de gloria en los que el placer era infinito. Sólo la emoción de adentrarse en el mar daba vida a su rostro al salir del puerto mientras, cuando regresaba, agotado y medio roto, lo hacía sintiendo una felicidad inmensa que nacía del fondo de su alma, lo hacía más sabio y más vivo.

Intuyó el viento en el horizonte y revisió las previsiones para preparar sus velas a tiempo, sonreía casi sin darse cuenta y no necesitó cruzar apenas media palabra con sus compañeros de navegación, todos sabían lo que debían hacer y todos disfrutaban sobremanera sintiendo el viento en las velas porque eso era lo que les hacía avanzar en el mar… y en la vida.

Pensó entonces en las lanchas motoras que tan bien conocía porque, no iba a negarlo, también las había disfrutado, pero, puestos a elegir, no cambiaría su velero por nada… las motoras eran veloces pero su rapidez en ocasiones no servía más que para regresar a puerto en cambio su velero estaba hecho para vivir el mar y sentirlo a la velocidad justa, a la que la naturaleza impusiera; a veces lenta, casi estática y en otras ocasiones con las velas infladas y sintiendo la sal del mar en el rostro.

Había aprendido a vivir el mar como era, a no pretender cambiarlo sino a cambiar él sus decisiones en función de lo que la naturaleza le daba, ya no quedaba en él ni un ápice de resistencia ante los cambios constantes del mar ni de la vida, ya no huía a buen refugio a la primera ráfaga de viento, salía cada domingo mirando al horizonte busándola para avanzar.



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