Audacia.
Nada hay más audaz que tratar de convertir los sueños en recuerdo.
Levantó sus ojos al cielo buscando el final que aquella pared y le pareció que su fin se tocaba con las nubes; vio a un niño ataviado con mil protecciones que, en la medida que el casco se lo permitía, alzaba también sus ojos al cielo buscando el final de aquella pared que no era para él un rocódromo sino un camino, un camino del que tenía muy claro el principio.
El pequeño se colocó al pie de la pared y recibió animado el beso de su madre mientras se disponía a iniciar la escalada; ella se quedó observándolos, viendo como el niño avanzaba a duras penas en su camino hacia el cielo y la madre sujetaba la cuerda con firmeza, sabiendo en cada momento cómo y cuánta soltar y recoger.
La audacia de la vida, pensó, y lo apuntó en su libreta a modo de idea o incluso de título porque le parecían muchas las audacias que adornaban aquella aventura infantil.
Audacia la del niño empeñado en caminar en vertical, audacia la de su madre alentando la idea, audaz la confianza del pequeño en sí mismo, en su cuerda y en quien la manejaba a ras de suelo, audaz su madre tragándose el susto y el miedo, ahuyentando cualquier inseguridad y viviendo la aventura de la vida.
Era audaces sus risas, sus gestos, sus modos y audaces también sus palabras, audaz su lenguaje y su relato… No pudo alejarse, permaneció cerca, aunque en un discreto segundo plano, mientras el pequeño se sujetaba cada vez más alto hasta coronar la pared; le tocó después bajar, cosa que hizo con los mismos titubeos audaces con los que había subido.
Cuando tocó tierra su madre lo cogió en volandas felicitándolo por su éxito, aunque ella no pudo evitar pensar que era más bien un abrazo de profundo alivio viendo al pequeño ileso tras aquella audaz aventura que emprendieran juntos.
Oyó como el pequeño pedía, casi exigía, subir de nuevo pero en esta ocasión la respuesta fue un ‘no es posible‘ que no admitía discusión y es que, pensó, incluso la audacia tenía un límite.
Se alejó para no invadir la intimidad ajena pero lo hizo con la audacia rondándole la cabeza, porque siempre había sabido que la vida necesita de cuarto y mitad de audacia para realizarse, so pena de convertirse en un camino tedioso e insoportable en el que sólo el infortunio disfruta de una libertad que juega en contra, pero aquella tarde había constatado que la audacia no era sólo cuestión de los grandes momentos o las grandes decisiones, era un animal salvaje que debía ser, en la misma medida, domado para evadir la locura y alimentado para crecer porque era, al fin y al cabo, una herramienta esencial para vivir.
Se necesitaba de unas gotas de audacia para conducir según que coche o calzarse un tacón del tres al cuarto, no menos audacia exigía una copa on the rocks, un diamante perfecto, unos labios rojos o según que jeans, había que ser audaz para dejarse tentar por el punto picante de unos tacos, un delicioso spa o un puñado de planes de fin de semana…
Y había que ser audaz para tomar la vida por proyecto y poner el alma en ella, para desterrar los ¿total para qué? y contradecir con voz alta y clara a Jeremy Irons cuando dice que el esfuerzo no compensa… Nos quedamos mejor con su sentencia acerca del íntimo reloj de la vida que todos tenemos, uno que cuando va hacia atrás lo hace a través de los recuerdos y cuando va hacia delante lo hace a través de los sueños y… ¿qué hay más audaz que tratar de convertir los sueños en recuerdo?