Alas.
Esta es la historia de un polluelo de gaviota al que le habían recortado cruelmente las alas, razón por que volaba bajo y cerca pero no excusa para renunciar a su libertad...
Desplegó sus alas al tiempo que sus hermanos de nido y supo que jamás podría volar como ellos. Sus alas eran más cortas, más pequeñas, como si un jardinero implacable las hubiera podado para que pareciera más redondo, para anclarlo de algún modo a la tierra y al nido, para que no pudiera volar demasiado alto.
La crueldad de los polluelos con los que compartía nido estaba asegurada pero no se quejaba, no decía ni pío, era el último en comer, el último en volar, el que volaba más bajo y más cerca pero también el que desde su esfuerzo y su silencio trabajaba con más ahínco y empeño.
Su padre se había ido, de hecho no recordaba haber tenido padre y su madre volaba alto con sus hermanos pero él sabía que lo observaba de lejos del mismo modo que sabía que no importaba que fuera el último en comer, su madre siempre se ocupaba de que quedara algo para él y es que había algo que solo su madre sabía, algo que solo su madre sentía, algo que no contaría jamás pero que la haría cuidar de su polluelo de alas cortas hasta el fin de sus días.
Había ocurrido pocos días después de que eclosionaran los huevos, –demasiados polluelos– decía el padre –está bien así– decía la madre, pero lo cierto es que eran muchos picos que alimentar y un día de viento y lluvia en el que resultaba casi suicida abandonar el nido en busca de comida el padre tomó la decisión de reducir su prole para hacer los días menos exigentes en cuanto a las cosas de comer, fue a por el más débil y comenzó a picotearle las alas mientras los demás polluelos miraban atónitos la operación, primero sorprendidos, después con miedo y finalmente convertidos en una pequeña turba de picos tras su padre buscando el fin de aquel polluelo… pero regresó la madre y protegió al pequeño, desterró al padre y calmó a la turba llamando a casa polluelo por su nombre como hicera Scout en Matar a un ruiseñor… hasta que llegó al más pequeño: el polluelo había dejado de esconderse tras sus alas rotas y se desperezaba sabiéndose a salvo y sin entender lo que veía en la mirada de su madre, era la mirada de una madre que sabía que había perdido un polluelo.
Pero el pequeño, que era en realidad pequeña, no se rindió ni se conformó y su madre decidió acompañarlo en su lucha diaria por salir adelante hasta el el mismo momento en el que el polluelo decidiera rendirse; acompañó a los fuertes hasta que día a día fueron siendo menos porque volaron tan alto que no regresaron al nido, todos salvo el pequeño polluelo de alas recortadas.
No tenía nombre, era el único de sus polluelos que no lo tenía, no se nombra lo que va a morir… Pero cuando ya no hubo polluelos fuertes a los que enseñar a volar y pescar, la madre voló tras el único polluelo, que era ya una gaviota de alas feas y muy poco funcionales; lo hizo un día tras otro y vio que siempre iba al mismo lugar y a la misma hora y en ese mismo lugar y a esa misma hora los niños le daban maíz y miguitas de pan, le hablaban y jugaban a su alrededor mientras el polluelo picoteba la comida, después jugaba a perseguirlos volando bajo mientras los niños reían y, al caer la tarde, cuando sus madres los llamaban, la gaviota de alas rotas subía tan alto como podía… a la estatua de María Pita, y estiraba sus alas como si fueran bellas o inmensas a modo de saludo… Los niños le respondían agitando sus manos al aire.
Y llegó el día en el que el polluelo de alas rotas, al que su madre llamaba por entonces María Pita, tampoco volvió al nido.