Una Roma mutilada.
Al alba del 29 de mayo de 1453 se produjo el asalto final, desapareciendo el Estado Romano fundado hacía veintidós siglos.
Consideré lo doloroso que era, que este gran príncipe cristiano se viese obligado por los sarracenos a buscar ayuda contra ellos de un extremo de Oriente a las islas más occidentales… ¡Dios mío!, ¿qué va a ser ahora de tí, antigua gloria de Roma?.
Sobrecogido, Adán de Usk escribió esta crónica ante la inminente llegada al Castillo de Eltham de Manuel II Paleólogo, llamado emperador de los griegos en Occidente, aunque algunos aseguraban que era el verdadero emperador de los romanos. El ilustre huésped había recorrido un largo camino desde Constantinopla, atravesando toda Italia y Francia, donde habían quedado impresionados con su erudición e ingenio. De alta alcurnia y agraciado con el don intangible de la dignitas, de él se esperaba marcialidad, aunque el rey Enrique IV de Inglaterra se sintió conmovido ante el inmaculado emperador. Era el día de Navidad de 1400, el mejor de los días para celebrar el nacimiento del Salvador. El peor para suplicar desesperadamente ayuda al resto de la cristiandad. Sabía que les quedaba poco tiempo ante los infieles que sitiaban su imperio.
El domingo de Pascua de 1453, los 30.000 habitantes de la segunda Roma, Constantinopla, despertaron estremecidos por el estruendo de un gran ejército en marcha que se acercaba al Bósforo. Hacía sólo siglo y medio que los turcos otomanos liderados por el bey Osmán habían avanzado con sus familias y sus ovejas desde los polvorientos beylik de las laderas de Anatolia. Dotados de la misma buena estrella que parecía derivar de un ciego designio de la naturaleza, el 3 de abril de 1453, 150.000 guerreros reunidos por Mehmed, un joven y codicioso sultán de ojos inteligentes y nariz ganchuda, puso sitio a la manzana roja. Toda la Cristiandad había hecho oídos sordos a las llamadas de auxilio, eran tiempos crueles y el asedio fue terrible. Primero, bachibozucos casi desnudos fueron lanzados para minar la moral y las fuerzas de los asediados. Después, oleadas de furiosos y despiadados jenízaros cargaron una y otra vez contra las otrora inexpugnables murallas, que se estremecían, debilitaban y derrumbaban a cada impacto de gigantescos cañones búlgaros jamás antes vistos. Finalmente, al alba del 29 de mayo de 1453 se produjo el asalto final. Ese día desapareció el Estado Romano fundado hacía veintidós siglos.
Salvaguardando una civilización amenazada por una periferia bárbara y convencidos de que Constantinopla era el centro de la ecúmene, los emperadores bizantinos habían dejado el comercio en manos occidentales, eliminado la flota, abandonado cualquier intento de reclutamiento sistemático, incapaces de proteger a la población amenazada por oriente y occidente. La exagerada centralidad de Constantinopla y el peso opresivo que ejercía sobre su territorio provocó el fin. Constantinopla devoró a Bizancio como Saturno a su hijo.
Bizancio no es más que una Roma mutilada, la inexplicable prolongación de su agonía, dijo Gibbons, el mismo que ingenuo, atribuyó la victoria de los otomanos al afeminamiento de los griegos. Un imperio que se miraba en un mundo caduco, el intento nunca abandonado de una restauración de la gloria de Roma, que no por imposible, era menos anhelada. A pesar de todo, hubo quienes desplegaron una incansable actividad para defender al imperio contra los peligros que acechaban a Bizancio. Como Manuel II, que recorrió Europa hasta Inglaterra. O como Constantino XI Paleólogo, el último Constantino que murió defendiendo la Puerta de San Romano después de que once siglos antes otro Constantino le diera su nombre a esta decadente y orgullosa ciudad.