Todo comenzó en 1917.
En la medianoche del 17 de julio de 1918 el Zar y su familia fueron llevados al sótano de la Casa Ipátiev donde fueron fusilados...
Estimado Sr. Presidente: Simpatizo con la forma de gobierno soviética como la mejor adaptada al pueblo ruso.
Carta al presidente Wilson. W. Saunders.
Director de la Reserva Federal de Nueva York.
En marzo de 1917 el Zar Nicolás, que ya había sufrido fuertes presiones liberales para convertir a la monarquía absolutista en una parlamentaria, se vio obligado a abdicar en su hijo enfermo, bajo la regencia de su hermano Miguel que era, según algún que otro contemporáneo, un completo imbécil. Después de trescientos años controlando riquezas, vidas y voluntades, hacía tiempo que el prestigio de los Romanov se encontraba seriamente dañado, a lo que se sumaba el castigo de la Primera Guerra Mundial y las acusaciones de traición y connivencia con su primo el Káiser Guillermo, que agravaban la escasez y la desesperación moral del pueblo. Mientras tanto, algunos se escandalizaban con las habladurías acerca de las relaciones de un monje aventurero y libertino con la Zarina.
En el otro extremo del mundo, por aquellas mismas fechas un grupo de trotskistas inspiraba la redacción de la Constitución de Querétaro al gobierno revolucionario de Venustiano Carranza, primera constitución de corte socialista del mundo, actualmente en vigor -aunque reformada más de 400 veces-. No debería extrañarles que ese mismo año la Guaranty Trust Company y la Mississippi Valley Trust Company financiaran al ejército igualmente revolucionario de Pancho Villa. El internacionalismo hace extraños compañeros de cama y antes de la Gran Guerra el tejido económico norteamericano había dado suficientes muestras de una intensa relación con el hecho revolucionario. Sirvan como ejemplos, la conocida intervención del bufete de Sullivan & Cromwell en la Declaración de Independencia de Panamá en 1903 o la no menos conocida participación del grupo Hunt, Hill & Betts en la Revolución China de 1912.
El 13 de Enero de 1917, León Trotsky llegó a Nueva York a bordo del vapor Monserrat. Recientemente había sido expulsado de Francia vía Barcelona, y en Brooklyn vivió hasta que decidió volver a la patria con 10.000 dólares en el bolsillo, cantidad elocuente para alguien cuya única profesión en Nueva York había sido la de un socialista revolucionario. En abril del mismo año, Lenin y 32 bolcheviques más emprendieron el camino hacia Petrogrado desde su exilio en Suiza con el fin de reunirse con Trotsky y completar la revolución.
Enfermo de vergüenza ante la traición total a mi dinastía, abdico.
Que la Revolución dio al traste con el trono de Nicolás II, Emperador y Autócrata de Todas las Rusias, no causa la menor sorpresa a nadie. Entre narodnikis, anarquistas, bolcheviques, mencheviques, bundistas, socialdemócratas, republicanos moderados, liberales, monárquicos y conservadores, para bien o para mal el país se había convertido en un complejo mosaico inserto en una arcaica calamidad. Tampoco causaría sorpresa alguna que el Gobierno Imperial alemán, ciertamente interesado en apoyar una revolución que provocase desórdenes y debilitase a Rusia en la guerra, hubiese aprobado y financiado el tránsito por territorio alemán de 33 sediciosos o que ciertos capitalistas norteamericanos, igual de internacionalistas aunque menos revolucionarios, no estuvieran dispuestos a renunciar a un enorme mercado de 150 millones de habitantes.