Moros en la costa.

Un importante número de localidades costeras del Mediterráneo y el Atlántico fueron arrasadas por los corsarios berberiscos.

En las negociaciones entre Felipe II y el Gran Turco que siguieron a la Batalla de Lepanto, los otomanos, pese a la derrota, pusieron varias veces de manifiesto que estaban dispuestos a renunciar a la guerra de grandes batallas y desembolsos, pero no a las expediciones corsarias de captura, fundamentales para el mantenimiento de un activo mercado de esclavos desarrollado desde tiempo inmemorial. La llegada del oro y la plata americanos y la expulsión de los moriscos hacia las ciudades norteafricanas, entre otras causas, potenciaron estas actividades predatorias. Sin embargo, aunque con nuevos bríos, esta lucha no era más que la continuación de un conflicto fronterizo con el Islam que empezó en el año 711 en el Guadalete y continuó en los montes de Roncesvalles y Covadonga, en los campos de Simancas, Sagrajas, Alarcos, Úbeda o Lucena, en las aguas de los golfos de Lepanto o Sirte.

El mayor valor que podía cobrar el corsario berberisco era la captura. Por eso su esforzado afán era que las personas no sufrieran daño alguno, por lo que algunos llegaron a tenerlos no sólo por valientes y magnánimos, sino por más católicos de lo que debieran. Para mejor orientar sus movimientos disponían de la galera, embarcación que se acomodaba igualmente para remos que para velas, ventaja que ofrecía sobre bergantines, polacras, jabeques, fragatas, tartanas, fustas, pataches, pinazas, saetías, barcas o cualquier otra clase de navíos redondos, de manejo desconocido en Berbería. Para que nada inútil impidiera la eficacia de sus acciones las hacían mucho más pequeñas y ligeras que las cristianas, pues como dice Cervantes, no sin razón, el ladrón que va a hurtar, para no dar en el lazo, ha de ir sin embarazo para huir, para alcanzar.

El Mediterráneo era el mar preferido del corsario berberisco, en especial, el litoral andaluz, el más asequible para las sencillas naves que, como cárabos y falúas, practicaban el corso más raquítico. Estas prácticas cotidianas brevemente despachadas poco tenían que ver con las operaciones de escuadrillas numerosas y bien armadas, como las que arrasaron Gibraltar o periódicamente azotaban las costas españolas de Cataluña, Baleares, Valencia y Murcia, las costas de la Italia peninsular y las de Sicilia, Córcega y Cerdeña, las francesas de Provenza y el Languedoc. Con el cambio de siglo un corsario flamenco llamado Zymen Danseker introdujo en Argel el redondo como navío turquesco, momento a partir del cual los arráeces se atrevieron a cruzar las columnas de Hércules para embarcarse en misiones de mayor calado que hiciesen del Atlántico sus Indias, atacando desde las costas de Canarias hasta las de Plymouth, donde en tan sólo un año, 1625, arrancaron de su tierra a más de un millar de habitantes.

Era frecuente que inmediatamente después de atacar una población costera, en la misma playa los familiares de los capturados satisficieran una cantidad pactada. Para los que no tenían esa suerte, se iniciaba una odisea de penalidades en tierras moras, en las que sólo se recobraba la libertad mediante la huida, el rescate de las órdenes de la Merced y la Trinidad o renegando de la fe cristiana.

Y, como ya habréis, señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo a quedar cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres. Gran relevancia tuvieron alguno de los rescatados de Argel, como Miguel de Cervantes, capturado durante el viaje de Nápoles a España después de su participación en la más alta ocasión que vieron los siglos. La literatura nos ha dejado valiosos ejemplos de cautivos cristianos, no así los libros de historia, que insisten en ocultar el padecer de los miles de hombres, mujeres y niños cristianos cautivos en el cruel siglo XVI.



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