Más que un hombre y medio.
A pesar de los asientos alcanzados tras la Guerra de Sucesión, el tráfico de ultramar español continuaba siendo obstaculizado por los ingleses.
Cojo desde los quince años; tuerto y manco antes de los veinticinco. Por eso, al marino guipuzcoano Blas de Lezo se le conoce como mediohombre. Aun así, entre otras muchas, realizó la proeza de vencer a la Armada Invencible inglesa en 1741, ciudad sitiada por el Almirante Edward Vernon con una flota cuya magnitud en efectivos no fue superada hasta 1944 en el desembarco de Normandía.
Al fallecer el rey Carlos II sin descendencia, Luis XIV de Francia se apresuró a defender los derechos de su nieto para acceder al trono de España, en oposición al otro pretendiente, el archiduque Carlos de Austria, apoyado por una Inglaterra que temía el poder que alcanzarían los Borbones en el continente. Terminada la Guerra de Sucesión (1701-1713) con la instauración de la nueva dinastía encarnada por Felipe V, se produjo una absoluta revisión del estado bajo las nuevas ideas nacidas de La Ilustración, un movimiento renovador que, analizando la realidad a través del prisma de la Razón, defendía entre otras causas, la centralización y la igualdad de derechos de todos los súbditos de la monarquía. Las relaciones entre América y la metrópoli hacía tiempo que habían dejado de ser rentables para la Real Hacienda, quedando la mayor parte de los beneficios comerciales con Ultramar en manos de las clases privilegiadas americanas. Para evitarlo, la nueva administración aplicó un riguroso sistema de control del comercio, eliminó la venta de cargos públicos y luchó de forma resolutiva contra la generalizada corrupción mediante el envío de funcionarios públicos fieles para asegurar el estricto cumplimiento de las Reales Órdenes.
A pesar de los acuerdos –asientos– alcanzados tras la guerra, el tráfico de ultramar español continuaba siendo obstaculizado por los ingleses. La estrategia de la marina real británica consistía en atacar desde Jamaica los principales puertos del Virreinato de Nueva Granada desde donde partía la Flota de Indias. El apresamiento del barco del corsario Robert Jenkins en Florida y su posterior comparecencia ante la Cámara de los Lores portando su oreja en la mano – Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve-, fue la excusa que esgrimieron los ingleses. De ahí que ellos conozcan el conflicto como la Guerra de la oreja de Jenkins (1739-1748), mientras que nosotros, algo más objetivos, lo conocemos como La Guerra del Asiento. Ese mismo año, el almirante Vernon arrasaba Portobelo.
Pero la pieza clave de la defensa española en el Caribe era Cartagena de Indias, cuya toma abriría definitivamente la puerta hacia Perú y Panamá. Animado tras el saqueo de la mal guarnecida plaza de Portobelo, en 1741 Vernon se presentó frente a las costas cartageneras con 186 barcos entre navíos de línea, fragatas, brulotes y buques de transporte, además de 23.600 combatientes entre marinos, soldados, esclavos jamaicanos y milicianos de Virginia bajo las órdenes del medio hermano del futuro libertador George Washington. Para la defensa se contaba con 2.800 hombres entre tropa regular, milicianos, indios y la marinería de los seis únicos navíos de guerra disponibles. La superioridad británica era tan abrumadora que, convencidos de la victoria, habían puesto en circulación monedas y medallas con Lezo arrodillado entregando su espada al erguido y orgulloso Vernon. Sin embargo, Blas de Lezo, cojo, tuerto y manco, contaba con la experiencia de 22 batallas y su ingenio. Y sucedió lo improbable.
Humillado, el Rey Jorge II prohibió hablar de la derrota como si nunca hubiese ocurrido, sepultando las monedas y medallas que conmemoraban una victoria que nunca llegó. Vernon, fallecido años después en Inglaterra, fue enterrado solemnemente en la Abadía de Westminster, con un epitafio redactado en términos elogiosos por los servicios prestados, incluida una inexistente victoria de Cartagena.
Once días después del fin del bloqueo, el virrey solicitaba al rey de España el castigo de Blas de Lezo por los delitos de insubordinación e incompetencia durante la defensa de la ciudad, insinuando que había dado muestras de cierta cobardía a la hora de enfrentarse a las tropas británicas, lo que el virrey atribuía a su avaricia y a un desmedido interés por conservar el dinero que tanto guarda. Lezo no llegó a embarcar hacia España para responder al interrogatorio sobre las acusaciones del virrey, pues falleció a los tres meses de finalizar el sitio, víctima de las heridas recibidas. Tenía cincuenta y dos años, recibió un entierro de favor y no se colocó ninguna lápida en su sepultura.
Paradójicamente, sería el éxito de las medidas reformadoras llevadas a cabo por funcionarios honestos como Blas de Lezo contra los privilegios de las clases altas virreinales lo que, con el tiempo, sembraría el germen de la independencia.
Tras veintiún años de olvido, el propio virrey Eslava le rogó al rey que anulase las Reales Órdenes condenatorias contra Blas de Lezo y que se le repusiese en sus derechos y categorías.