Berlín, de repente el muro.

La crisis del bloque del este estuvo más relacionada con la construcción del Muro que con su caída.

Esta es, quizás, la imagen más famosa de la Guerra Fría. La realizó un joven fotógrafo de 20 años y refleja el instante en el que el que el Volkspolizei Hans Conrad Schumann salta la maraña de alambre de espino que dividía Berlín a la altura de la Ruppiner Straße. Eran las cuatro en punto del 15 de agosto de 1961 y su gesto inauguraba casi treinta años de deserciones. Sólo habían transcurrido tres días desde que se iniciase la construcción del muro.

Después de la Revolución de octubre, la rápida industrialización de la Unión Soviética supuso para muchos un modelo a imitar, incluso por países capitalistas desarrollados que sufrían monumentales tasas de desempleo como consecuencia de la gran crisis mundial de los años treinta. Paradójicamente, sin embargo, en la Alemania de postguerra, con todo el país en manos de los cuatro vencedores, hasta tres millones de alemanes abandonaron el este para ir al oeste vía Berlín occidental, una isla del mundo capitalista en el corazón del país más mimado de la órbita socialista, y única frontera abierta entre ambos mundos. Hacia 1960, la joven República Democrática Alemana se estaba quedando sin contingente laboral y cerrar la frontera para impedir la continua fuga de los desafectos era la única solución para avanzar en la construcción real del socialismo.

Por entonces, hacía más de una década que el primer bloqueo soviético de Berlín había demostrado que no sería posible una administración conjunta de la ciudad. Pero sobre todo pudo comprobarse que en un país con dos economías discordantes con sus respectivas monedas en circulación, la supervivencia de la más débil dependería de lo férreo que fuese el blindaje del mercado en el que operase. Ese fue el principal motivo de la rápida construcción de aquel espacio interpuesto, áspero e intransitable, aquella barrera de protección antifascista que sin más desaparecería tan pronto como se hiciera patente la superioridad del sistema y el proletariado universal llamase a las puertas de aquel paraíso liberador de obreros, campesinos y trabajadores de la cultura. En tanto llegase ese momento, Alemania Federal comenzó a importar mano de obra de Turquía, país aliado y principal guardián de la frontera con la Unión Soviética.

De repente, la ciudad se dividió en dos. En el lado oriental caía el núcleo histórico de la ciudad prusiana edificada por Schinkel y su escuela, la puerta de Brandemburgo y el hermoso bulevar Unter den Linden, la plaza de la Gendarmenmarkt con el Konzerthaus y Schiller abrazados por las dos catedrales gemelas. Berlín occidental se conformó con poco más que la avenida de la Kurfürstendamm, la torre de la Gedachtniskirche y el edificio de la Mercedes Benz. En medio, el Muro que separaba el peligro rojo del peligro capitalista, un instrumento del poder y del control político que marcaba un intra y un extra incontestable, la brutal manifestación, material y tangible de una contingencia histórica que confinaba sine die la existencia del berlinés del este y lo mantenía controlado, dispuesto a responder de forma violenta a los que intentasen quebrantarlo. El icono más expresivo del status quo de la Guerra Fría convertido en un atractivo turístico más de la postguerra.

Esta noche hace 25 años que cayó el Muro de Berlín, 28 años después del salto de Hans Conrad Schumann que muchos años después, a pesar todo, declaraba que sólo desde el 9 de Noviembre de 1989 me he sentido realmente libre.



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