Tenemos que hablar de Juan Genovés.
Juan Genovés falleció en Madrid el pasado 15 de mayo. Había cumplido 90 años y su principal expectativa profesional, incluso vital: pintar.
A Juan Genovés le llaman el pintor de las multitudes. Basta con pararse a contemplar gran parte de su obra para comprender el motivo. Sin embargo, mucho antes de estos cuadros plagados de seres humanos diminutos, como hormiguitas obedientes —luego hablaremos de ello—, el artista valenciano pintó el lienzo que se convertiría en el símbolo de la Transición española, de la reconciliación y el consenso: El abrazo.
El origen de esta obra se remonta a las horas finales de la dictadura franquista. España se abría a la democracia y a la libertad, a una nueva etapa de concordia que requería limar numerosas aristas, principalmente las del rencor y la confrontación. Por aquel entonces, Genovés ya había rebasado la cuarentena y superado infinitas dificultades, entre ellas la necesidad de vender su obra en el extranjero de manera clandestina.
Nacido en Valencia en 1930 y formado en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos, Juan Genovés comenzó a pintar en la década de los 50. El panorama patrio no era muy alentador, pero al menos ya se no sufría el aislamiento internacional tan salvaje que asoló el país tras la II Guerra Mundial. A los círculos artísticos de la época llegaban los ecos de la abstracción que triunfaba fuera de nuestras fronteras.
Un Genovés aún muy joven se adhirió al Grupo Parpalló —que se disolvió oficialmente en 1961— sin consignas estilísticas concretas. Finalmente, “todavía en esta revolucionaria década, generó lo que se convertiría en su estilo más personal, basado en imágenes de clara filiación fotográfica y fílmica, de raigambre Pop y un inequívoco acento crítico”, escribe Calvo Serraller acerca de la evolución del pintor.
Volvamos al Abrazo. Obviamente, Genovés no era afín al régimen. Sacar de contrabando su obra era la única opción. Le ayudaba Macarrón (un icono del transporte furtivo de obras de arte) con envoltorios especiales para eludir los controles. ¿Qué tiene que ver esto con el famoso cuadro? Pues que fue en esa época de clandestinidad cuando el dirigente comunista, José Sandoval lo eligió para publicar un cartel exigiendo la libertad de los presos políticos. Y que fue aquella tarde cuando los grises irrumpieron en el estudio del pintor, lo pusieron todo patas arribas y se los llevaron detenidos a los sótanos de la DGS (Dirección General de Seguridad) en la Puerta del Sol.
Total, que al cabo de un tiempo, el Abrazo se expuso en Zúrich, Alemania y EEUU. Allí lo compró un coleccionista de Chicago. Corrían ya los años 80 cuando Adolfo Suárez quiso recuperar el original. Con la ayuda de la galería Marlborough —que realizó las gestiones con el coleccionista y con la que Genovés estuvo vinculado durante toda su vida— el cuadro regresó a España. No acaba aquí la historia, pues antes de ser colgado en el Reina Sofía, el lienzo se tiró años enterrado en los almacenes del museo. Un disparate tras otro. En 2002, para homenajear los abogados de Atocha asesinados en 1977, Genovés lo convirtió en la escultura que hoy se alza en la plaza de Antón Martín (Madrid).
Ya situados en la era democrática, Juan Genovés abandona en parte el estilo austero y casi fotográfico que le caracterizó durante esta etapa previa. Sin perder de vista al individuo, investiga principalmente el espacio y la multitud. Le interesa de forma especial el movimiento, la arbitrariedad, los límites, las distancias, las masas en acción.
¿Qué representan todos esos personajillos amontonados? ¿Forman parte de una masa compacta y homogeneizada o es el azar individual lo que les ha llevado a juntarse? ¿Qué hacen? ¿Huyen, corren, está quietos? ¿Qué les impulsa a quedarse, por qué están ahí como paralizados ante una barrera invisible? ¿Deciden solos o en conjunto?
Son tantas las preguntas que nos hacemos ante cualquiera de las obras multitudinarias del artista valenciano, son tantas las interpretaciones (y tan sugerentes), que obligatorio volver a mirar, como él hacía. Como hizo siempre, observar con detenimiento los flujos y los espacios, los ritmos, las dimensiones. Hay a la vez en su obra “un sentido de grupo cohesivo y una sensación de separación, de soledad e incluso del terror que uno siente en una ciudad moderna”, asegura Martin Coomer.
Ahora que el distanciamiento social se ha impuesto como forma de vida, que el miedo al acercamiento, a la epidemia y a la enfermedad sobrevuela cada uno de nuestros movimientos, contemplar los movimientos de masas de Juan Genovés me resulta tan paradójico como ese abrazo también hoy disuelto en el ácido de los bandos, los extremos y la confrontación grosera que nos invade. En cualquier caso, se trata de una obra hipnótica de principio a fin, casi premonitoria de la fragilidad humana.
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