Sueño de Invierno.
Nos pone al borde de un desierto y nos invita a cruzarlo, bello e inaccesible
Hay películas a las que hay que sumar siempre un protagonista más, que nunca sale en los créditos, o que al menos no lo hace directamente. Se trata del paisaje, del entorno, del ambiente. Sucedía, por ejemplo, en la excelente Nebraska, de Alexander Payne, donde su hermosa y fría fotografía en blanco y negro nos hablaba como un personaje más. No son películas fáciles de hacer ni de ver. De hacer, porque el límite entre que la fotografía nos hable y que nos aburra no es sencillo de encontrar. No se trata sólo de la belleza de la fotografía, de mostrar una hoja al viento, una tela, un color. Se trata de que se nos agarre al ánimo igual que hace con los personajes, que lleguemos a sentir lo que ellos sienten.
Sueño de invierno, del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan, y ganadora del último festival de Cannes, es sin duda una de esas películas. Una película en la que inmenso y a la vez claustrofóbico pasaje de la Capadocia Turca acoge a tres personajes que desgranan su vida ante nuestros miradas y oídos en un lugar que parece lejos de cualquier parte, pero demasiada cercano a la vez. Un actor retirado, su mujer, y su hermana, dirigen un hotel en medio de ese paisaje desolado. Una desolación que comparte con sus habitantes. Y una película difícil de ver, con sus más de tres horas de duración, que es muchísimo, para cualquier tipo de película. Se tiene que estar muy seguro de lo que se hace para llenar con ello ese tiempo. Y se tiene que estar muy seguro de lo que se va a ver y de querer verlo para querer pasar ese montón de minutos haciéndolo.
Sueño de invierno se presenta árida y complicada, bella y fría. De la misma manera que la historia y el paisaje que nos ofrece. Nos pone al borde de un desierto y nos invita a cruzarlo, bello e inaccesible. Es nuestra decisión hacerlo. Y puede que merezca la pena para disfrutar de una belleza distinta.