Revisitamos un clásico que evoluciona sin perder sus célebres orígenes Ayer, hoy, siempre… Zalacaín
Más de 40 años avalan a uno de los iconos de la restauración madrileña por excelencia. Y por mucho que tantos otros aboguen por la vuelta a lo clásico, lo cierto es que para clásicos, pocos como Zalacaín.
En Zalacaín todo es refinado, todo es detalle y todo es delicia, desde que se cruzan sus puertas en la calle Álvarez de Baena. Empezando por el recibimiento, siguiendo por el código de vestimenta exigido, pasando por el exquisito y personalizado servicio y terminando, por supuesto, por su maravillosa cocina. No importa que perdiera la Estrella porque sigue brillando igual.
Entrar en este templo capitalino es viajar en el tiempo y revivir de nuevo ese formalismo extinto de los restaurantes de lujo de antaño, esa sofisticación y elegancia con cierto aroma a naftalina que hoy es, por desgracia, casi una reliquia. Zalacaín lo mantiene en gran parte gracias a un equipo humano que le acompaña desde hace años y que mima a la clientela más fiel como si de sus propios invitados se tratase.
También a la nueva, que la hay. También a los más jóvenes que nos aventuramos a descubrir esos referentes de generaciones pasadas, y que nos sorprendemos al encontrarlos repletos a diario, dejando claro que lo bueno gusta porque es bueno, sencillamente.
Zalacaín, por suerte, ha sabido evolucionar con los tiempos. Aunque no haya perdido su encantadora esencia ha sabido combinarla con lo que el presente depara. Y he aquí la clave de su éxito. La prueba patente es el último cambio de temporada, reflejado en una carta primaveral y estival que se impregna de nuevos aires sin perder nunca de vista sus orígenes.
Esta pequeña transformación es fruto de la investigación, la prospección, el viaje. De otras culturas gastronómicas han traído nuevos ingredientes que el público reclama, preparaciones más ligeras, más sutiles quizá. Un carpaccio de bacalao con quínoa y pochas, un bogavante guisado con carillas y pimentón en su jugo o un minimalista huevo mollet con crema de guisantes, hongos y caviar, de influencia nipona, son algunos claros ejemplos que quedan aún más patentes si nos decantamos, como hicimos, por un menú que funde estos platos con esos otros pasados que se recuerdan y recuperan, algunos como la lasaña gratinada de hongos e hígado de oca y la manita de cerdo rellena de setas y cordero a la mostaza antigua. Y por favor, que no falten unas patatas suflé.
Con ellas, con todo, con imprescindibles y con novedades, con un demostrado “savoir faire” Zalacaín conquistó, conquista y seguro lo seguirá haciendo. Ayer, hoy y siempre.
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