No eres el único.
Al comprender su torpeza (o la de él), no hubo ya consuelo para Lola...
La otra noche estaba con mis amigas tomando algo. Habíamos dejado en casa hijos, maridos y novios y nos habíamos juntado para vernos un rato, reírnos de esas cosas que sólo nos hacen gracia a nosotras, despellejar a las ausentes y hablar de nuestros hijos, maridos y novios que, total, no sé por qué nos los dejamos en casa…
El caso es que a mi amiga Lola que anda desparejada estos días (bueno, ya meses…), se le arrimó un tipo con ganas de conversación. Y digo esto porque estuvieron de palique como una hora y media, sin parar. Él era un bombón, todo hay que decirlo, muy atractivo, sonriente, vestido mono y ¡encima hablador! ¿Qué más se puede pedir? Yo, que conozco a Lola como si la hubiera parido, vi que ponía su cara de “uffffff, no me lo puedo creer; pero qué hombre; es que me lo como; ay ¿por qué no me habré lavado el pelo hoy?”.
Las demás no paraban de comentar lo mucho que les gustaba aquel tipo para ella. Entonces me acordé de que sólo unos días antes, en Navidad, Lola había empujado a todos los niños que hacían cola ante un rey Melchor que estaba a la puerta de unos grandes almacenes para sentarse en sus rodillas y que, mientras se lo comía a besos, le decía: “He sido muy buena, me pido un novio”. ¿Sería éste su regalo que llegaba con unos días de retraso?
Pero, de repente, les vimos separarse. Bueno, vimos que él se levantaba y se marchaba del local y que Lola se quedaba allí plantada, seria, quieta, con la mirada clavada en la puerta. Cuando nos dimos cuenta de que él no iba a volver corrimos hacia Lola e hicimos una piñita a su alrededor. Y ella, con una cara de sorpresa mayor que la que le quedó la primera vez que se pinchó bótox dijo: “No sé qué ha pasado. Estábamos taaaan bien, taaaan a punto de temita. Pero, de pronto, me ha dicho: ‘Me muero por besarte’. Y yo, feliz y entregada, le he respondido: ‘No eres el único’. Entonces se ha puesto muy serio y se ha ido”.
Obviamente, el juego de palabras había traicionado a Lola. Lo que ella había querido decir era: «No eres el único, yo también me muero por besarte» y lo que él había entendido era: «No eres el único, les pasa a todos los tíos que me entran».
Al comprender su torpeza (o la de él), no hubo ya consuelo para Lola. Así que intentamos convencerla de la suerte que había tenido de librarse de semejante mostrenco con argumentos tipo: que si a saber cómo le olía la boca, o le sabía; que si se habrá duchado hoy, o esta semana; que si me ha parecido que llevaba calcetines blancos, y peluquín; que si menuda barriga; que si menudo charlatán… Pero nada sacaba a Lola de su decepción. Entonces, cuando la noche parecía a punto de echarse a perder, Sara aportó el argumento definitivo: «Además, ¿qué barra de labios llevas?”. Todas nuestras miradas se centraron en los labios de Lola y supimos a lo que se refería Sara. Lola se había puesto esa noche Rouge d’Armani Sheers. Una verdadera locura: exclusiva, ideal, carísima… Una de esas que te deja los labios carnosos, pulposos, besables, chupables, con aspecto de siliconados pero bien… Y creedme, ningún hombre de este planeta se merece recibir un morreo de unos labios cubiertos con Rouge d’Armani, ninguno merece semejante desperdicio. Sara sonreía complacida, sabiendo que había acertado con su argumento. Y, cuando los labios de Lola se tornaron de puchero en sonrisa, supimos que la tormenta había pasado.
Entonces, sacando cada una la nuestra, empezamos a hablar de barras de labios: de las que te secan los labios, de las que te secan la boca, de las que saben a cuerno, de las que te manchan los dientes, de las que no se borran ni a tiros, de las que se borran en cuanto empiezas a hablar, de las que, por más que diga la publicidad, se pegan a los labios del contrario nada más iniciar la maniobra del besado… Mucho rato después Lola dijo: “Me muero por irme a la cama” y todas respondimos: “No eres la única”. Así que, enfundamos nuestros pintalabios y nos fuimos a dormir.