¿Salimos?

Mientras trataba de tranquilizarla con canciones y palabras, me dedicaba a mí las mismas palmaditas en la espalda.

Un día te levantas y descubres que el tiempo y sus espacios ya no son, y probablemente ya no serán jamás, como los conocías. Y te preguntas ¿cómo? Sí, un cómo con interrogantes gigantes, que casi de sólo pensarlos te pesan. Porque al principio todo pesa un poco.

Eso fue lo que sentí la primera vez que salimos solas las dos. Porque antes todo fue más fácil. Porque con compañía siempre lo es. Y es que ponernos en marcha comenzó a ser casi como la odisea en el espacio, por lo complejo del asunto, porque el tema extraterrestre queda descartado. O no…

En fin, que esa primera vez no se me olvidará. Era como un salto al vacío, porque a la suma de carrito y bolsa de paseo con todo lo imprevisible, había que añadir: mientras te visto quizás tenga que cambiarte un par de veces antes de salir y… cada dos horas llorarás (sólo como tú sabes hacerlo) solicitando comida. Y como de biberones ni hablamos, pues eso, que en donde estemos hay que parar y practicar esa técnica de semidesnudo que ya se ha convertido en un hábito.

Sólo de escribirlo vuelvo a angustiarme, aunque ahora, después de tres meses todo se ha relativizado bastante.

Así que cuando llegó el momento procedí. Ya estaba todo listo. Ella vestida.  Pero fue ponerla en el carro y comenzar a escuchar su llanto. El mismo que nos acompañó desde la casa hasta el coche. Y sí, fue su llanto mi prueba de fuego, el que fue minando mi resistencia hasta que tuve que ponerla en su sillita. Ese no parar, al añadido de circunstancias que esa primera vez parecen pasos de gigante, me rompió. Y allí nos ves, en el garaje, dentro de un coche llorando, ella probablemente por el trajín, y yo por no saber cómo afrontar lo desconocido, por la inexperiencia, y por pura debilidad.

No quiero mentiros porque a punto estuve de abortar la misión, volver sobre mis pasos y pensar en afrontar todo aquello otro día, con otros ojos, con otra actitud. Pero no. Me serené, la cogí en brazos, y mientras trataba de tranquilizarla con canciones y palabras, me dedicaba a mí las mismas palmaditas en la espalda, y las mismas sensaciones. Eso ayudó. Porque la pude sentar en su sillita, plegar su carro y ponerme al volante con la sensación de haber superado una gran prueba.

Hoy por hoy sigo pensando que en compañía mucho mejor, y que a falta de alguien que nos acompañe, seguirán siendo de gran ayuda y a todo volumen, “La vida es un ratico” de Juanes, o “They” de Jem, porque la música siempre es compañía y un bálsamo según en qué ocasiones.



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