Recordando a Andrea Camilleri.

Ateo, comunista y dotado de un ingenio punzante, Andrea Camilleri creció bajo el arrullo de la calidez siciliana, al socaire de los vientos hostiles del continente.

Cuando Andrea Camilleri comenzó a plasmar en papel las ideas que desbordaban su imaginación, el comisario Montalbano no era siquiera un embrión. Primero fue el teatro, la televisión, la radio y una ópera prima, El curso de las cosas, que pasó por la imprenta en 1968 sin pena ni gloria. Aunque no tenía planeado dedicarse a la novela negra, al siciliano de Porto Empedocle le encantaba contar historias, los olivos sarracenos, los veranos mediterráneos y su eterno cigarrillo en la mano.

En 1994, cuando vio la luz la primera entrega de Montalbano  —La forma del agua—, Camilleri rondaba los setenta. Alguna escaramuza había tenido ya con el género negro en la RAI, pero fueron las ganas de desafiar a Italo Calvino, “según el cual era imposible ambientar una novela negra en Sicilia”, las que le impulsaron a engendrar al que sería el héroe de su éxito literario.

Desde el principio tuvo claro el carácter de su protagonista: “debía ser un hombre inteligente, fiel a su palabra, reacio a los heroísmos inútiles, culto, buen lector, que razonara con sosiego y que careciera de prejuicios”. Así, bajo el influjo de la personalidad de su gran amigo Manuel Vázquez Montalbán, nació el comisario gourmet y gourmand, la ciudad imaginaria de Vigàta y los personajes que le acompañarían durante la siguiente treintena de investigaciones criminales.

Pero no sólo del noir vivió el autor italiano. Ateo, comunista y dotado de un ingenio punzante, Andrea Camilleri creció bajo el arrullo de la calidez siciliana, el aroma a mercado y especias, al socaire de los vientos hostiles del continente. Posiblemente ese conglomerado de tardes mullidas, gastronomía isleña, pateras, injusticias, corrupción y abusos de poder, forjaron su alma de escritor comprometido con el débil, el inmigrante, la lucha por una vida mejor, un mundo más justo. Bajo ese prisma hurgó en los entresijos de la Europa de la crisis, el terrorismo y la política de su país.

Tenía 93 años el siciliano cuando murió el pasado 17 de julio en Roma. Pese a larga estancia hospitalaria (casi un mes estuvo ingresado en el Santo Spirito de la capital italiana) por culpa del trallazo de un paro cardíaco, fue un adiós más repentino que premeditado. El escritor, que aseguraba vivir ignorando la muerte, aún no había cerrado su círculo literario. Tenía planes y proyectos, ideas en racimos dictadas a su fiel colaboradora, Valentina, y viejas novelas escondidas en el fondo de un cajón.

Entre ellos el legado autobiográfico dirigido a su bisnieta, Carta a Matilda, que publicará Salamandra en noviembre. Igual que la última entrega de Salvo Montalbano. La escribió hace trece años y la envió a su editor bajo la condición de publicarla sólo en caso de muerte, desmemoria u otros avatares de la edad. En Italia se publicó la penúltima hace cuatro años. En España, El carrusel de las confusiones, acaba de ver la luz también en Salamandra.

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