Yo, una vez, pero sólo una…

Siempre se puede de otro modo. Todo se puede de otro modo.

Yo una vez fui empresario. Una sola vez. Cuando todo iba bien, sufría. Cuando no, sufría. Viví bien, viví mal. Se acabó. Y nunca más quise volver a ser empresario.

Desde hace un par de años hasta esta pasada no ha habido semana en la que una vez al menos una vez alguien me haya propuesto un negocio, una idea, un proyecto. Todas buenas ideas, creedme. Sólo participo de algunas de ellas, las menos, muy pocas. Con el tiempo he aprendido a distinguir el destino final de la exposición de cada proyecto en aproximadamente los primeros diez minutos. No se trata de algo excepcional, son patrones, modelos fáciles de reconocer, modelos, casi todos, caducos. Nuevas ideas, viejos modelos. Buenas ideas, malos modelos.

Nada garantiza que nuestro talento en una actividad nos capacite para el éxito. Puedes ser el mejor y perderte en la empresa. El éxito depende de varios talentos, o de saberse complementar con talento ajeno. Depende del enfoque, del objetivo, de la labor y de la tenacidad, de la planificación, de la capacidad de adaptación, de la innovación, de la proyección, de las alianzas, del hábitat, del mercado, y de tantas tantas variables que nada ni nadie puede garantizarlo, si acaso aquellas variables sin las que el éxito resulta imposible. Por el contrario, el fracaso sí encuentra garantías. El éxito de un modelo no es garantía de éxito. El fracaso de un modelo sí que es garantía de fracaso. El patrón de todas esas propuestas es ese modelo, el de empresa, el de negocio. El talón de Aquiles de todas las ideas. Modelos caducos que comienza en la resta, en el coste, en la hipoteca, basados todos en la inversión, en el gasto, equipos, oficina, personal. Préstamos, inversores privados, el dinero de unos padres, fondos de inversión, socios capitalistas…

Siempre se puede de otro modo. Todo se puede de otro modo.

¿Qué tal comenzar invirtiendo aquello de lo que ya disponemos? ¿Qué tal empezar modestamente, en casa, con nuestro talento, tiempo y dedicación? ¿Qué tal comenzar por el trabajo, el esfuerzo? ¿Qué tal hacer partícipe a los demás, sumar talento, asociarse? ¿Qué tal el reparto ecuánime, olvidar la cultura del «pelotazo», compartir y ser generosos en el reparto? ¿Qué tal prescindir de una oficina, de comprar un plotter nuevo, el último modelo de mac o iphone para todos? ¿Qué tal prescindir de todo gasto estructural y quedarse con la única obligación mensual de unos autónomos? ¿Qué tal evitar comenzar con pérdidas, con lastre? ¿Qué tal sumar y no restar, sumar talento y no comenzar restando? Por ejemplo.

En estos últimos años toda invitación que he declinado para participar en algo ha sido esencialmente por esta razón. Porque además de erróneo, errático e innecesario, tras él hay una forma de ver, entender, comprender la vida, el mundo, la sociedad, el futuro, que no funciona, que no ha funcionado y que no funcionará. Un modelo de pequeña empresa basado en la inversión económica, un modelo basado en el gasto, que refleja una gran incapacidad para la generosidad, para la oportunidad, para el inmenso beneficio de darle la oportunidad al talento de ser parte de hacerlo tan suyo como desee.

Yo una vez fui empresario y no quise serlo nunca más. Tardé doce años en darme cuenta de que a lo que no quería volver era a aquello, a aquella concepción de la empresa y del mundo. Tardé doce años en descubrir que había otras formas de emprender, otras que generan más riqueza, más empleo, más satisfacción. Aunque para llegar a ellas hay que quitarse de encima la caspa, sacudirse lo conocido, los prejuicios, y apretarle a la creatividad, olvidar el ego. Y aprender a ser siempre justo y generoso.

Probablemente no me haré rico, pero viviremos mucho mejor.



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