Orfeo y Eurídice. Peter Paul Rubens.

Al morir, Orfeo desciende al inframundo y se reúne, por fin, con Eurídice, su amada, ya para siempre.

Mira con el rabillo del ojo si su mujer está bien, si le sigue. Camina con cara aterrada por los senderos del inframundo mientras Hades y su mujer, Perséfone, les miran alejarse. Se trata de Orfeo que intenta recuperar a su amada Eurídice del infierno.

Atrás quedó su amorío con Apolo quien le regaló la lira fabricada en la concha de una tortuga como prueba de sus sentimientos. El primer amor entre hombres del Olimpo, dicen los textos.

Atrás quedaron las horas de cantos, tañendo las nueve cuerdas de la lira, una por cada ninfa, para lograr apaciguar a las fieras, a los enemigos, a las almas cansadas.

¿Qué podía ver Jasón en un hombre así para pedirle que le acompañara en pos del Vellocino de Oro? Sabía que la belleza de su música era inigualable y, para acceder al Vellocino, había que pasar por las tres islitas donde residían las sirenas. Mujeres hermosísimas con cola de pescado cantaban al oír barcos llegar y sus voces sonaban hipnóticas, insuperables e irresistibles. Entonces los marineros se acercaban a ellas y perecían sin remedio devorados por las sirenas. Pero Jasón sabía que la música de Orfeo bloquearía los seductores sonidos tan mortíferos de las sirenas. Y así fue.

Solamente de Eurídice se enamoró Orfeo. Solamente de ella y para siempre. Cantaba para ella, paseaba a su lado, la miraba arrebolado. Hasta que una serpiente mordió el pie de la amada y murió.

Y ahí fue Orfeo con su talento musical como única arma a rogar a Hades que le dejara recuperar a su amada. Hades, con Perséfone al lado, la doncella que arrancara de los brazos de su madre para llevarla a vivir al inframundo, no pudo negarse. Pero con una condición. “No mires atrás hasta que no estéis fuera”. Y Orfeo así lo hizo. O así lo intentaba.

Porque vemos que anda preocupado por si algún demonio hiere a Eurídice, o si se tropieza, o le pasa algo. No. Todo va bien. Al salir del Hades, Orfeo mira hacia su amada, pero ésta aún tenía un talón dentro del averno… y simplemente, se esfuma para siempre. Un segundo más. Solamente un segundo sin mirarla es lo que le separaba de la felicidad. Pero no pudo ser. Después del esfuerzo, del miedo, de la incertidumbre…

Orfeo no se lo perdona, no lo soporta y se va a vivir a lo alto de un monte. Allí acuden ninfas, diosas, mujeres. Él solamente ama a Eurídice. Las rechaza desesperado, sin dar crédito al hecho de no verla nunca más. Nadie podrá interesarle nunca jamás.

¡Ay, Orfeo! Heriste los corazones de las mujeres despechadas. Las diosas, las ninfas… todas comparten la naturaleza de la mujer que no perdona a quien, una vez que se ofrece generosa,  la rechaza. Y tú, ciego de pena y amor, cometiste ese pecado que será tu fin.

Un día, todas las rechazadas armadas de piedras y palos suben al monte donde día tras día llora Orfeo. Y acaban con él. Como un mobbing  en femenino y en plural. Allí muere Orfeo despedazado.

Pero así son las cosas, insospechadas.  Y en lo más oscuro también existe luz. Al morir desciende al inframundo y se reúne, por fin, con Eurídice, su amada, ya para siempre.



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