Fin de verano a la sombra del negro.

El género negro ha sido y es uno de los universos más explorados, seductores e impactantes de la literatura mundial del último siglo.

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Desde que los padres del género escribieran en los albores del siglo XX las primeras narraciones policiacas, la novela negra ha gozado casi siempre de muy buena salud literaria. Salvo algún tropiezo y más de un revolcón entre personajes estereotipados, ambientes excesivamente sórdidos y literatura barata —seguramente debido al éxito de ese submundo de sombras e intrigas— el género negro ha sido y es uno de los universos más explorados, seductores, sorprendentes e impactantes de la literatura mundial del último siglo.

Misterio, violencia, crímenes sin resolver, submundos corruptos, detectives fascinantes, delincuentes infames… Aunque el célebre Auguste Dupin de la no menos conocida calle Morgue fue el primer detective literario, el género como tal le debe la vida a otros dos grandes autores norteamericanos: Raymond Chandler y Dashiell Hammett, quienes entre gabardinas, armas, tabaco y alcohol crearon a los detectives más cinéfilos e intrigantes de todos los tiempos. ¿Acaso alguien no ha sucumbido sin remedio ante la ironía de Philip Marlowe o la personalidad de Sam Spade? Por si algún despistado se ha perdido entre las superproducciones contemporáneas, la Cosecha Roja de Hammett o La ventana alta de Chandler —por ejemplo y por no entrar en el aluvión de los mejores relatos del género— son clásicos esenciales e irremplazables.

Y hablando de contemporáneos, un imprescindible, Michael Connelly. Ya su primera novela, El eco negro, le valió un Edgar Award además de presentarnos a quien sería su personaje fetiche: el inspector Harry Bosch. Aunque he de confesar que desde El Poeta, soy devota del periodista-detective Jack McEvoy. Y otra, la doctora Kay Scarpetta. Atractiva, inteligente y algo complicada, la forense creada por Patricia Cornwell es una de las estrellas de la intriga de hoy. Y aunque a veces navega entre las turbulentas aguas del bestseller, hay que reconocerle su originalidad a la hora de transitar por el lado oscuro de las salas de autopsia así como su constante aportación a la renovación del género criminal. La Huella es una de sus novelas más aplaudidas. Me gustó.

Y para los amantes de los detectives solitarios, atormentados por la culpa y el alcohol nadie como el Charlie Parker de John Connolly. Un tanto siniestro, demasiado violento y obsesionado con el lado oscuro, el escritor irlandés no figura entre mis favoritos pero en su última novela, La ira de los ángeles —recién editada por Tusquets— nos traslada de nuevo a las tinieblas de los bosques de Maine con grandes dosis de intriga y personajes inquietantes.

Por supuesto, en nuestro país abundan los buenos autores. Pioneros como Francisco González Ledesma y el inspector Ricardo Méndez o Manuel Vázquez Montalbán y su inolvidable Pepe Carvalho, han dado paso a autores excepcionales entre los que me decanto por Lorenzo Silva. Y ¿por qué? Porque el guardia civil más entrañable de la literatura policial, Ruben Bevilacqua, me cautivó desde que le conocí y nunca ha dejado de hacerlo; tanto que más de una vez me hubiera gustado convertirme en Virginia Chamorro para tenerlo un ratito al lado.

Me he dejado a los nórdicos en el tintero —el boom más noir de la última década— aunque no por dejadez ni falta de ganas, sino porque todo ese imaginario de paisajes helados e inhóspitos, poblados de fantasmas, presencias extrañas, seres reencarnados y leyendas marinas merecen un espacio aparte, pero llegaremos a ellos. Seguro. Y es que aún nos quedan muchas tardes cálidas y perezosas para bucear “en negro”, pues el verano no muere con el mes de agosto. Menos mal.

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