Figura sentada. Francis Bacon.

El hombre aparece sentado en el aire, como si estuviera en una butaca, no hay dibujo sino brocha...

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No es la más conocida de sus figuras sentadas. Pero es la que yo he visto. En el tiempo libre de un congreso de economía, me acerqué con un colega de San Petersburgo al Museo  Albertina de Viena. Allí estaba. Luego leí que Francis Bacon tenía casi una serie de figuras sentadas de la que ésta, la “mía”, era solamente una del montón.

Pero es la que me llama más la atención. El hombre aparece sentado en el aire, como si estuviera en una butaca, no hay dibujo sino brocha, como era costumbre en este pintor irlandés. La saturación de formas y colores termina por desdibujar el rostro, el brazo sobre el que se apoya, el fondo y casi hasta el sentido del cuadro. Y, con todo y con eso, uno sabe muchas cosas: sin duda es un hombre de mediana edad pero aún joven, burgués, que podría perfectamente estar inspirado en uno de los amigos del propio Bacon. Se trata de un urbanita y lleva una vida común. Es el hombre contemporáneo, encerrado en una jaula lo suficientemente amplia y profunda como para que no parezca un prisionero sino que aparente vivir su encierro con la naturalidad de quien está sentado en una butaca del salón de su casa. Es un hombre con varios rostros en la misma faz, de expresión torturada e impertérrita a un tiempo, que reposa sobre un gran vacío con aparente serenidad.

Francis Bacon (1909-1992) no intentaba describir la realidad o interpretar lo que veía, lo que hacía era interpretar lo que sentía. No me sorprendió lo mucho que le había marcado Acorazado Potemkin de Eisenstein. La imagen de la mujer con los lentes rotos en la escena de la masacre en la escalinata aparece reinventada en las caras de sus terroríficos Papas. Vivió una infancia dura, en una familia en la que su sexualidad precoz y diferente no fue bien acogida. Sus relaciones fueron siempre intensas, problemáticas y radicales. De todas, destaca su amor de toda la vida con el que vivió apenas siete años. Era un delincuente de poca monta veinte años menor que él, de quien se enamoró perdidamente siendo un cincuentón, George Dyer. El repentino y temprano suicidio de Dyer, por sobredosis de barbitúricos, marcó un antes y un después en la vida de Bacon.

Fue Margaret Thatcher, tal vez en un comentario que mostraba su poca sensibilidad hacia la pintura contemporánea, quien respondió al ser preguntada sobre Bacon: «ese pintor que pinta esas caras tan terribles» y sugirió que sus pinturas representaban horribles trozos de carne.

Bacon, un conocido bon vivant a quien le encantaba rodearse de lo más sofisticado de la intelectualidad de los años 50 y 60, pintó en muchas ocasiones muchas obras que son desgarradoras. Propio de un artista genial pero torturado. Un hombre solitario rodeado de gente que se aprovechó de él: sus amantes, sus galerías, sus amigos. Un hombre en un equilibrio inestable. Como la figura sentada del cuadro.

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